La clave para descubrir si alguien ha pernoctado en el Ritz de Madrid es preguntar por el sabor de la tarta. Cuando uno llega a la habitación está allí, como esperando. Es parte de la mismísima historia de España. Es preparada con la receta de aquella que fue servida en la boda del Rey Alfonso XIII y la Reina Victoria Eugenia de Battenberg... Tras su apertura en 1910, gracias al Monarca, se hizo costumbre entregar un pastel clónico, en homenaje a ese momento, a su vínculo con la realeza, a esa estirpe que hizo posible su existencia. Es suave y emocionante. Delicado, elegante pero nada pretencioso... Un icono.
Tras su remodelación, se ha dotado al hotel de más luz. Cuesta creer que en tiempos de la cruenta Guerra Civil, debajo de su solemne cúpula de cristal, los médicos lucharan por salvarles la vida a los milicianos. Aquí cada pared tiene una vida que contar. Diseñado por el arquitecto francés Charles Mewes, con los españoles Luis de Landecho y Lorenzo Gallego, formaron un equipo insuperable. Todos liderados por César Ritz, patriarca de alta hostelería. Impulsado por Alfonso XIII se inauguró un 2 de octubre de 1910. El lujo real era su norte. Llegó con la ceremonia del té, 15.000 piezas de cubertería de plata y 750 de oro puro.
Se hospedó Mata Hari y actuó con el alias de Condesa Masslov. Pelé y Maradona sonrieron en sus pasillos. 'Ojos azules' repartió entradas a sus conciertos por los pasillos para que se llenaran. Yasir Arafat negoció con Felipe la paz y la guerra... Y más y más
Era purísima atracción. Sedujo hasta a la más seductora: Mata Hari. Cuando uno pasa por el privado del restaurante Deessa -dos estrellas Michelin-, hay un homenaje a su paso por aquí. Se bautiza como Condesa Masslov. Es el alias que la espía, cortesana y bailarina utilizó para registrarse. De usar su nombre verdadero Margaretha Geertruida Zelle habría sido apresada inmediatamente. Su rubrica en el hotel data de 1916. Desde Madrid buscó una reunión con el príncipe heredero germano. El Ritz fue el escenario ideal para su particular juego de espejos...
Su estilo Belle Époque se conserva. Es parte de su aura artística. En pleno verano, los comensales degustan y celebran. Sin saber muchos que están en el mismo lugar en que paseaban Gala y Dalí. Ambos fueron retratados en su jardín. Acudían a almorzar a su restaurante cada vez que estaban en la capital. Hay imágenes del fotógrafo de guerra y de la alta sociedad, Slim Aarons, que dan fe. A la pareja se le recuerda por última vez aquí en 1980.
El tiempo y la añoranza van y vienen. Los más jóvenes recuerdan a Joaquin Phoenix hace escasos meses, obnubilado con el brillo del techo de la piscina interior. Reproduce el cielo estrellado que se vería si estuviera al aire libre. Y con sus arañas de cristal que, efectivamente, tienen un centelleo hipnótico. Los más veteranos se quedan con la imagen de De Niro y Al Pacino, sonriendo juntos. Bajando las escaleras casi de la mano. Unos con vaqueros y Converse, los otros con traje. Ninguno con corbata.
En otros tiempos no lucirla era motivo de expulsión inmediata. Se calificaba a esos clientes como NTR o «No tipo Ritz». La regla era para todos. Herbert von Karajan, en los 70, la sufrió. En su vida cotidiana, fuera de los escenarios, la dejaba de lado. La corbata era para la solemnidad al dirigir la Filarmónica de Berlín. A pesar de que amenazó con dejar de ser su cliente, cedió y se la puso. Cuesta creerlo cuando hoy los nuevos huéspedes se pasean en pantalones cortos y camiseta. De lo obsoleto a lo más actual. No se podía fumar en el restaurante. El buen yantar y el tabaco se consideraban incompatibles.

Atrio al siglo XIII con Goyas y hedonismo (y el récord único de su triple-triple Michelin)

La abadía de los prodigios en la curva sinuosa del río Duero
Antaño tampoco eran muy bien vistos los famosos por ser famosos. Tenían que tener algo especial. A Lawrence Olivier le permitían el acceso por ser miembro de la Cámara de los Lores. James Stewart era admitido, no por ser un actor ganador de un Oscar, lo era por su condición de piloto y general de brigada de la Fuerza Aérea. De otra galaxia.
Resuena el piano que preside el salón principal. Ahora toca un músico argentino. Este instrumento fue motivo de uno de los más divertidos bochornos del Ritz. Le cambiaron de lugar para que Leonard Bernstein tuviera la tentación de darle a las teclas. Era 1984 y tras hacerlo, lucía enfadado y desconcertado. «No está afinado», soltó. Llamaron a un experto. Acertó. Alguien, probablemente el predecesor del pianista que hoy nos deleita con un Fly me to the moon se había dejado un plato entre sus cuerdas.
Precisamente Sinatra -quien cantaba esta melodía- protagonizó otro momento para los anales del recinto. Parapetado en la suite presidencial, dos años más tarde, lucía encrespado. La venta de entradas del espectáculo de Ojos Azules no remontaba. Considerando la discreción que rodea a los empleados del Ritz y -quizá también- en agradecimiento por soportar su mal genio, comenzó a regalárselas.
Es que si algo aquí impera es la prudencia, el silencio medido, la palabra precisa. Lo sabe bien Joan. Luce en la solapa una insignia diferente a la de sus compañeros. Representa que trabajó para la casa real de Japón, sin duda la quintaesencia del recato. Es el mismo que, si uno va a ese rincón espléndido llamado Champagne Bar, te ayudara a maridar un Blanc de Blancs de Ruinart con caviar, ostras o cualquier manjar que seleccione Quique Dacosta, su chef.
Hay misterios gastronómicos en este nuevo Ritz. Hace nada, en diciembre de 2023, la Unesco inscribió el ceviche peruano como Patrimonio Cultural de la Humanidad. Pocos conocen que la receta de Gastón Acurio, uno de los cocineros que cambió la historia de la cocina del país andino, se prepara aquí. Es un ceviche clásico, sin florituras. Como si estuviera uno en el océano Pacífico. Todo gracias a la amistad de Gastón con Quique.
Este es un lugar donde las alianzas se forjan para la posteridad. Hay una foto que se conserva en los archivos de la familia de Pepe Balañá. Es de 1946, como reza el pie de foto, «en el Ritz, en Madrid». Está Manolete con el empresario que le ayudó a llevarle a las alturas. Es casi una despedida. En ese año, el torero que había ganado más que nadie, decidió hacer solo un paseíllo para la Beneficencia de Madrid. Sin cobrar. Era, sin duda, de una de sus escapadas a la capital. Se había recluido en un pueblo de Guadalajara con Lupe Sino, el amor que le había soportado todo. Un año más tarde, en Linares, Manolete recibiría una cornada que acabaría y empezaría su leyenda.
Entre sus pasillos, el amor iba y venía. Pero probablemente aquí vivieron momentos sublimes. En 1956, Rainiero de Mónaco y Grace Kelly pasaron su luna de miel. Un romance que vivió la dulzura y el desamor. Antes lo hicieron, el duque y la duquesa de Windsor, Eduardo y Wallis, en 1940, cuatro años después de que este abdicara la corona británica. Eduardo era querido por su español más que correcto. Su refugio: 511-512. Décadas más tarde, otro pariente suyo, el hoy rey Carlos III, se hospedaba con Lady Di, la reina de corazones, en 1987. Fueron veladas donde reunió a toda la jet set del país. Como titulaba Vanity Fair: «Diana se descalzó por el cansancio en Salamanca, Carlos disfrutó del desfile en Madrid y las infantas hicieron de guía en el Prado...». Todo muy Ritz.
Ciertamente, la cercanía con el museo español por excelencia, puerta con puerta, hace que el vínculo del Ritz con el arte sea inseparable. A escasos minutos a pie, el Thyssen y el Reina Sofía también. Por ello, la restauración de Rafael de La Hoz con los diseñadores franceses Gilles & Boissier realizado entre 2018 y 2021, ha sido objeto de estudio, críticas y aplausos. Un detalle: le añadieron una escalera con forma de ojo femenino. Un homenaje a esas poderosas mujeres que rubricaron su visita...
Candor de madera, robustez de metal... Podría ser también modo de describir a Margaret Thatcher, quien fuera en su momento la mujer más poderosa del planeta. Es también parte del mito del Ritz. Como Madeleine Albright, todopoderosa secretaria de Estado durante el Gobierno de Clinton, quien en su presentación declaró: «Nunca entendí por qué fuimos a la guerra»... Palabra repetida. Yasir Arafat negoció con Felipe aquí guerra y paz...
Faltarían páginas para citar los nombres transcendentes que han pisado sus moquetas. Del deporte, destacan, aunque estén en las antípodas, Maradona y Pelé. Demonio y cordura. Uno regateando a la seguridad, el otro pura sensatez. Cada recoveco, una anécdota. Como que el argentino no fue el peor de sus visitantes. Se lo disputan otros, aunque cueste creerlo. Y no eran precisamente plebeyos.
El emperador Haile Selassie de Etiopía no permitía mirarle a los ojos. Ni siquiera el contacto físico. Los empleados tuvieron que hacer ejercicios literales de malabarismo para atenderle. Tenían incluso que caminar marcha atrás. La excentricidad del africano solo es comparable a la multimillonaria estadounidense Barbara Hutton, que se cansaba de caminar y exigía a su chofer que la llevara en brazos.
Recuerdos a toda velocidad. De aquello que se puede denominar vida a lo Ritz. Un lugar al que si se visita, se quiere volver ya. Al menos para volver a probar el pastelito de bienvenida. Suave bizcocho. De almendras.