Isabel y Manuel corren chapoteando en el agua por las callejuelas del barrio de Nazaret hasta avistar la Iglesia de la Punta, edificada en un repecho casi imperceptible de la parte alta. Es todavía noche cerrada del 14 de octubre, pero el Turia ya ha dado un primer aviso y los barrios de Valencia ubicados junto al mar, obstáculos ahora de la escorrentía natural, comienzan a estar anegados. Isabel se sujeta la tripa, embarazada como está de nueve meses y llama con urgencia a la puerta de su hermana. De repente, todo será uno: el romper aguas de vida abierta contra la lluvia inclemente, la subida de la escalinata hasta la buhardilla, el «llamad a la señora Julia», la vecina que ejercerá de comadrona.
Hacia mediodía, el cielo se vuelve pardo, pesado, y el ambiente extraño. No llueve, pero los afluentes del río, el Magro y el Chelva, han ido alimentando el cauce a 100 kilómetros hacia el interior de la provincia y este revienta con violencia una vez más a la altura de la capital arrasando todo lo que encuentra a su paso, hasta ahogar calles en cinco metros de agua.
Isabel no quiere saber nada de la puerta rota, ni del nivel del mar que en su alianza con el río ha destrozado el barrio. Sencillamente pare a Paquito, en medio de esa maldición que se remonta a la fundación de la ciudad. Es 1957. «Sí, en el tejado nací yo ese día. Mis padres me contaron lo de las personas ahogadas, hasta 81. Parece mentira que esté ocurriendo otra vez», recuerda para Crónica Francisco Periche.
Tras la catástrofe, Isabel, ama de casa, limpiadora por horas, madre de siete hijos, Manuel, ferroviario, y Paquito tuvieron que dejar su casa y fueron ubicados en un piso de construcción rápida de no más de 60 metros en el barrio de Fuensanta, desde donde él habla ahora. Acompañado por su mujer, su hija, su yerno y sus tres nietas, siempre en completa algarabía, que, apenas supieron que el agua acechaba de nuevo salieron de Torrent, la localidad a 20 kilómetros en la que viven, para refugiarse en la capital. Francisco, tras haberse ganado la vida limpiando en la Ford, arreglando aires acondicionados o de peón de albañil, es el único que ya no tiene miedo a la furia de un elemento natural que lleva azotando Valencia desde tiempos inmemoriales y sobre el que los expertos —divididos entre los que sostienen que hay soluciones técnicas para contener las danas brutales y quienes aseguran que no las hay y que vamos a tener que aprender a vivir en alerta—, vaticinan que va a empeorar y a volverse más frecuente. Como si pudiese aguantarse el sufrimiento y la destrucción total permanentes.
Los valencianos, en especial los de La Ribera y hasta los de La Safor, han vivido hasta ahora en la dicotomía de mirar al cielo para maldecirlo y temerlo por la sequía o por las lluvias, un temor sordo que hace persignarse a los más viejos casi de forma intuitiva cuando ven un rayo, e ignorarlo u olvidarlo mientras se disfruta de la vida. Lo decía la tía Filomena cuando mentaba al «señor de los Ejércitos» para protegerse bajo los truenos. Y los mayores que duermen con una mano en el suelo para notar una eventual subida del agua. Y Raimon, el poeta de Xátiva cuando cantaba: «Al meu pais la pluja no sap ploure. O plou poc o plou massa. Si plou poc es la sequera, si plou massa la catástrofe. Qui portará la pluja a escola?» («En mi país la lluvia no sabe llover. O llueve poco o llueve demasiado.Si llueve poco es la sequía, si llueve demasiado es la catástrofe. ¿Quién llevará a la lluvia a la escuela?»). Quizás todo deba cambiar. Quizás no sea la lluvia la que tenga que ir a la escuela.
Las primeras referencias escritas a las inundaciones son de 1238, cuando Jaume I incorporó Valencia a la corona aragonesa. En ocho siglos, hasta la crecida de octubre del 57, hay constancia de al menos 50 inundaciones. Una de las primeras, la del día de los santos Cosme y Damián, se llevó a 400 personas por delante después de llover durante 40 días y se extendió por Sumacárcel, Gabarda, Alcira o Algemesí. Hubo otras memorables como las de 1517 o 1731. Todas en octubre y noviembre. Todas originadas de forma similar y muchas de ellas causando la perplejidad de la sorpresa de producirse sin haber llovido en los lugares de la catástrofe. Los estudios meteorológicos de la de 1517 indican «un intenso chorro de viento en capas bajas que durante la madrugada debió de ser perpendicular a relieves prelitorales como la Mola de las Cortes (que también focalizó las lluvias que dieron lugar a la pantanada de Tous de 1982) y que fue balanceando hacia el norte de la provincia»; y las crónicas de 1581 infieren la «existencia de un tornado en la zona del Palacio Real, que ahora ya no está», como el que ha detectado esta vez.
Francisco Pérez Puche, cronista oficial de Valencia, el periodista que entrevistó a Francisco cuando éste apenas contaba con nueve años (como demuestra la página del periódico que sujeta), autor del libro Hasta aquí llegó la riada, asegura que la relación entre Valencia y el agua «es de amor y odio». «El río es domesticado por la ciudad y ella se configura como esclava hasta que se rompe la relación. Todos sabemos lo que hay. En la novela de Blasco Ibáñez Entre naranjos hay una inundación brutal, y Alcira está construida sobre un meandro del Júcar. Cada generación tiene su riada o varias, hablamos del antes y después de tal riada y hasta les ponemos nombre», dice.
La ruptura de la relación entre el río y la ciudad se produjo tras la riada del 57, la que marca un antes y un después en la época contemporánea. Poco antes, en 1949, se había desplegado la de las chabolas, que arrasó a centenares de personas que, en la posguerra, en una Valencia tristísima, no encontraron más solución que vivir su miseria en las infraviviendas del cauce del río Turia, pero la que se recuerda es la del 57 en la que, curiosamente, el único lugar al que no llegó el agua fue aquel en el que está ubicada la catedral, que es el que los romanos eligieron para el emplazamiento originario de la ciudad.
Un alcalde, el marqués de Turia, se plantó ante la dictadura en protesta porque no llegaban las ayudas. «Yo era un niño y sólo recuerdo la novedad de no tener colegio y ver a mi padre muy preocupado. Mi abuelo realizó un discurso contestatario ante el Gobernador Civil que se prohibió, pero el Ateneo Mercantil difundió copias», explica a Crónica Tomás Trenor, el nieto de aquel alcalde que fue cesado. Se decidió finalmente desviar el cauce por el exterior de la ciudad, con el Plan Sur que la ha salvado de arremetidas posteriores a las que no han sobrevivido las comarcas.
«Recuerdo a personas que tuvieron que hacer agujeros en casa para encaramarse al tejado. Yo estaba en la mili y, cuando llegue a Alcira alas seis de la tarde, empezaba a subir el agua. A las diez, llegaba a los cinco metros», cuenta Sergio Marín sobre la pantanada de 1982, la siguiente tras las infraestructuras que aliviaron la capital, espectacular, escandalosa, en la que perdieron la vida 40 personas y se empobrecieron varias comarcas. «La noche del 19 al 20 de octubre se formó un impresionante complejo convectivo de mesoescala que permaneció prácticamente estático sobre el Levante, provocando un auténtico diluvio», rezan las crónicas. Como el ocurrido ahora. «La solidaridad fue espectacular, y la coordinación; yo no me explico lo que está ocurriendo ahora, que la organización del Estado es desastrosa», denuncia Marín, quien, junto a centenares de afectados, se enfrentó a la racanería de la Administración con quienes todo lo habían perdido. Hasta 1997, cuando ganaron los pleitos.
«Ahora, en Alcira, en cuanto está dos días lloviendo, hay gente que sube el coche a las montañas o a los puentes», dice, añorando un tiempo en el que la crecida del río, que encharcaba las calles apenas centímetros, era una fiesta para los niños. De nuevo esa dicotomía. Las lluvias de la pantanada rompieron la presa de Tous, cuyos mecanismos de protección no funcionaron, y la autopista hizo de dique asesino de contención de las aguas. De nuevo se apilaron cadáveres. Se barrió barro. Sumacárcel o Gabarda, fueron trasladadas por completo y de Benegida sólo se conserva la Iglesia.
En Valencia todos tienen una vivencia ligada a las inundaciones. Las muertes en el peor de los casos, el trauma de un intento de salvación baldío, una salida del instituto en balsa, la cesión del hogar para acoger a los damnificados... y parece que siempre se olvida, para poder seguir viviendo.
Un portavoz de la Confederación Hidrográfica del Júcar recordaba para Crónica cómo, de nuevo, esta vez, se vio entrar una lengua que se estabilizó en la zona de Utiel y Requena, sobre el río Magro. Con la agravante del calor cada vez menos inusual en estas fechas, que ha evaporado el agua del Mediterráneo, arrastrada hacia el interior por el viento de levante hasta engrosar la tormenta que descargó 500 litros en una hora. La disposición cónica de la geografía hacia el mar hizo el resto.
«Era un desastre anunciado. Debido al cambio climático estos episodios se van a exacerbar», ha dicho Felix Francés, catedrático de Ingeniería Hidráulica de la Universidad de Valencia, quien asegura que «hay solución». Francés recuerda que la Confederación ideó un plan para reducir el riesgo de inundación de la Rambla del Poyo (una de las dos más mortales ahora), de reforestación y de micropresas para disminuir la escorrentía, pero que nada se ha hecho. Aunque se planteó en los noventa.
El geólogo Josep Vicent Boira tiene otra perspectiva. «Yo creo que ha habido una desconexión entre la sociedad actual y nuestra relación con la naturaleza y esto está pasando factura. El modelo urbanístico y territorial que hemos elegido es poco apto para esta convivencia y es poco apto para los retos del cambio climático. Valencia es una de las pocas ciudades que no cuenta con un plan de movilidad urbana ni un gobierno metropolitano como sí tienen otras ciudades, cada pueblo construye como quiere. Todo se basa en el transporte privado, y ese desastre de los coches, uno encima del otro, es una metáfora del modelo que hemos construido», dice.
Y añade: «Las soluciones de ingeniería no son las que nos salvarán porque el medio natural siempre busca salida. Hay que gestionar el riesgo —no es posible que la población no supiera qué tenía que hacer cuando saltaron las alarmas, ¿cuántas personas sabían que bajar al garaje era una locura?—; hay que educar a la población y ordenar el territorio que ha crecido en un continuo de edificaciones. Hemos perdido contacto con la realidad. Vivimos en el 5G y creemos que todo se soluciona con el TikTok. Y la realidad, de repente, nos golpea».
El hecho es que el fenómeno lleva siglos repitiéndose, no se le ha puesto solución y, en este caso, ni se previno ni, a diferencia de las ocasiones anteriores en las que el Ejército llegó de inmediato para ayudar, el Estado ha respondido.
Amparo barre la entrada de su casa en Paiporta. Dos calles más abajo, dos mujeres velan el cadáver de su padre en el salón sin que nadie las socorra y un poco más allá hay personas que reclaman agua potable y comida para bebés. La oscuridad es insoportablemente angustiosa cuando no se sabe dónde están los tuyos. En la pared de la casa de Amparo están las marcas del barro que la superan un metro. La cerámica de toda la vida ideada para proteger las paredes no ha servido de mucho. Amparo sonríe cortés y amarga, y trabaja. Para levantarse con dignidad una vez más.