- Música Fracaso de Taylor Swift en los premios Grammy: una derrota necesaria
- Música TikTok controla la música más de lo que crees: "Tiene un poder excesivo en las canciones y en el mundo en general"
- Música La cicatriz de Cromañón, la gran tragedia del rock que mató a 200 personas y destapó la corrupción de un país: "Fue una masacre"
El 14 de mayo de 2022, al filo de la medianoche, caminaba por la calle 57 con la sensación de haber visto algo irrepetible: Ryan Adams había regresado de una temporada en el infierno y no sólo por la puerta grande, sino por la puerta del Carnegie Hall. Desde su debut en solitario con Heartbreaker (2000), Ryan Adams se consagró como un icono de la americana y el country alternativo. Era también el epítome de artista prolífico: en esa década cerraba álbumes en frenética sucesión: Gold (2001), Demolition (2002), Rock N Roll (2003), Love is Hell (2004) y Cold Roses (2005), este último con la banda The Cardinals que lo ha acompañado en sus mejores aventuras. Su habilidad para mezclar influencias del rock, el folk y el country con un lirismo crudo y emotivo le valió el éxito comercial y la devoción de una base de seguidores nunca masiva pero siempre fiel.
A lo largo de la década siguiente, Adams publicó diversos proyectos, colaboró con grandes artistas y consagró su fama gracias a sus potentes directos y a una personalidad imprevisible. Sin embargo, la carrera de Adams se detuvo en 2019 cuando The New York Times publicó los testimonios de varias mujeres -entre ellas su ex, Mandy Moore- acusándolo de conductas manipuladoras y "sexualmente inapropiadas". La revelación tuvo consecuencias inmediatas: los lanzamientos de sus álbumes previstos se detuvieron, su gira se canceló y sus colaboradores se distanciaron. Para Adams pudo ser un golpe definitivo: poco antes del escándalo había fallecido su hermano. El músico se zambullía entre la adicción y la depresión. Con la vida y la reputación arruinadas, muchos lo dieron por perdido. Pero hacia 2021 Adams empezó a resurgir en silencio, publicando sus canciones por libre, haciendo directos a través de Instagram y, finalmente, pisando de nuevo los escenarios. El momento clave de su resurrección fueron esos dos conciertos acústicos y en solitario ante el Carnegie Hall en mayo de 2022 con los que rompió un silencio que pudo haber sido eterno. Fueron casi tres horas de concierto, 31 canciones, dos guitarras, un piano y un único pero: sus constantes interrupciones para interactuar con el público con ánimo chistoso.
Anoche, Ryan Adams llenó el Teatro Coliseum de Madrid, ciudad que no pisaba desde hace casi ocho años, y que quizá no vuelva a pisar. Apareció vestido con un traje tweed beis, chaleco y pajarita incluidos, y un bastón. Adiós a su chupa de vaquera y adiós al flequillo denso y caótico tras el que se ocultaba el rostro de su juventud. Más kilos, menos pelo, y un look a lo Truman Capote que ni siquiera él mismo se tomaba en serio. Y bien podría ser este el leitmotiv del recital: Ryan Adams ha dejado de tomarse en serio a sí mismo. Ese aspirante a humorista del Carnegie Hall se había apoderado del personaje.
Su apuesta era seductora: conmemorar el 25 aniversario de Heartbreaker a guitarra y voz, buscando un sonido de vieja escuela. Renunció a enchufar sus guitarras acústicas y optó por amplificar el sonido con micros, provocando que cada acorde sonara con un reverb intenso que fácilmente se confundía con eco y distorsión, pero que sonaba auténtico. El problema no fue la apuesta musical, que tuvo sus tachas: dos lamentables incursiones eléctricas para las que Adams resolvió el acompañamiento haciendo que el encargado de merchandising tocara el bajo y sentando a la batería a Drew, su maltratado backliner. Era una banda, sí, pero no en el sentido en que él pretendía. Y el resultado fue el que cabía esperar, un sinsentido de distorsión y psicodelia amateur. Pero este incidente eléctrico habría quedado opacado por la suma de maravillosos temas acústicos —en su voz y sus manos no se advierte decadencia— si Adams hubiera resistido la tentación de hacer payaso entre cada uno de ellos. Cuando juegas por el desfiladero del esperpento, corres el riesgo de despeñarte, como ayer ocurrió. Qué inevitable querencia la de este artista por la autodestrucción.
Sus intervenciones entre temas iban mucho más allá de las palabras sencillas y directas que sirven para presentar las canciones y ayudan al público a participar del hechizo. El efecto aquí fue el opuesto: parecía que Adams hacía lo posible porque el público no entrara en la magia. Entre temas insistía, con sus disparatados soliloquios, en recordarnos que estábamos ante un frívolo guasón. Y como público uno no pide solemnidad, pero sí respeto. La sensación de ser público cautivo, sujeto a las arbitrariedades de un artista malcriado, rompió el hilo de complicidad necesario para el goce. El disfrute estético exige una atmósfera y Ryan Adams se esmeró en que esa atmósfera nunca cuajara. El momento más patético lo provocó animando a una pareja a subir al escenario para que él le pidiera a ella matrimonio. Supuestamente, antes del concierto, él joven había dicho a Adams que si tocaba no recuerdo qué tema lo haría, pero fue idea de Ryan detener el concierto y subirlos al escenario para rematar la faena. Entre unas cosas y otras, el disparate nos robó unos 15 minutos de concierto y desafió los límites de nuestra vergüenza ajena.
De camino a casa, quería creer que alguien subiría a Youtube los mejores momentos de la noche: Call Me on Your Way Back Home, Oh My Sweet Carolina, Two... y que podría disfrutarlos como no había podido hacer en el Teatro Coliseum. Algo está haciendo mal —muy mal — un artista, cuando los fans prefieren ver sus actuaciones a través de una pantalla a sufrirlo en directo.