- Comunidad Valenciana El Gobierno sólo ha pagado a 41 de las 223 familias la indemnización por fallecimiento en la dana dos meses después
- Dana El drama del comercio en la calle con más tiendas de Paiporta: sólo el 16% ha reabierto dos meses después de la tragedia
Primero, una tragedia sobreviene al país. Una que no se pudo prever, o en la que no se hizo caso a los indicios que la presagiaban. El caos, la descoordinación y una batalla por las competencias toman entonces el control, dando alas a los conspiranoicos y alentando la polarización social. La respuesta a las víctimas llega tarde, si llega. Pero lo que nunca llega es la autocrítica de los responsables. Todas las grandes crisis que atravesó España en este siglo se saldan de la misma forma: "Se han hecho las cosas bien" y "el país ha estado a la altura".
Las situaciones más complicadas que ha afrontado el continente europeo dejaron en España las cifras de récord. El atentado más mortífero del continente fue el 11-M, la crisis económica de 2008 alcanzó datos sólo empeorados por Grecia, el país se situó a la cabeza de muertes por Covid y, ahora, el paso de la dana por Valencia escala a la cima de los grandes desastres naturales de la región comunitaria. En este historial, la respuesta dada por gobiernos y autoridades resulta análoga. Desde la falta de previsión hasta la descoordinación con las autonomías y la ausencia de autocrítica, los errores se han repetido sin que se asuman responsabilidades, en una dinámica de descontrol que alienta a quienes se preguntan cuánto hay de Estado fallido.
FALLOS DE PREVISIÓN
Las cuatro grandes crisis del siglo en España comparten, por su naturaleza, que irrumpieron de improviso en la vida de los ciudadanos. Nadie les advirtió, y no podían sospecharlo. Les decían que este es un país seguro, que el sistema bancario era consistente, que la incidencia de la pandemia sería de uno o dos casos y que la lluvia no iba a ser para tanto. Sin embargo, estos desastres tan inesperados para la sociedad pudieron haber sido, al menos en cierta medida, anticipados por quienes estaban al mando. Había herramientas y más que indicios.
Prueba de ello es la sucesión de errores -o negligencias- que se produjeron la tarde del pasado 29 de octubre, cuando la dana arrasó el cinturón sur de Valencia, y que impidieron avisar a tiempo del peligro que acarreaban aquellas lluvias.
A las 7.36 horas de la mañana de ese martes, la Aemet lanzó una alerta "roja" por precipitaciones en el área metropolitana de Valencia. "Roja" porque había un peligro "extremo", con lo que se sugería a las autoridades tomar medidas preventivas. Algunos municipios siguieron las recomendaciones, suspendiendo las clases en las escuelas, mientras que el presidente de la Generalitat sostenía en sus redes sociales que las lluvias remitirían a partir de las 18.00 y en el Gobierno central nadie parecía inquietarse.
No solo fue la Aemet. El organismo estatal encargado de controlar los caudales de los ríos, la Confederación Hidrográfica del Júcar (CHJ), alertó a Protección Civil, a las 12.07 horas, de una crecida "muy rápida" del caudal en el barranco del Poyo. En las horas siguientes la CHJ rebajó el grado de peligro, aunque a las 18.43 volvió a subir el nivel de riesgo en el Poyo, que sería la riada más mortífera. Pero esa alerta, comunicada solo por correo electrónico, ni se valoró en ese momento en el comité de crisis. La Generalitat no emitió el aviso a los teléfonos móviles hasta las 20.15, y lo hizo pensando en el otro foco de alerta, en el embalse de Forata, no en el Poyo. El Gobierno formó una mesa de crisis ya por la noche.
Esta sensación de que se podía haber actuado antes si se hubiera prestado la suficiente atención no es nueva entre los españoles. En marzo de 2020, en Madrid, 120.000 personas se manifestaron por el 8-M y 9.000 se reunieron en un mitin de Vox en Vistalegre cuando España ya registraba una "transmisión local limitada del Covid", situación en la que se desaconsejaba la celebración de actos multitudinarios. Quince días antes, Fernando Simón sostenía que en España no había virus y que la enfermedad no se estaba transmitiendo, aunque la situación en Italia ya "preocupaba". El 14 de marzo, una semana después de alentarse aquellos actos masivos, el Gobierno declaró el estado de alarma y decretó un confinamiento de los españoles en casa sin precedentes.
La falta de previsión y, sobre todo, la negación de las pistas existentes también fueron la tónica en los meses previos al colapso de la economía. En febrero de 2008, un mes antes de unas elecciones, José Luis Rodríguez Zapatero aseguraba que no había "ningún riesgo de crisis". Aun cuando los indicadores ya advertían de una posible recesión, el presidente huía del alarmismo para no pinchar la burbuja inmobiliaria que mantenía al país líder en crecimiento financiero. Solo con la quiebra de Lehman Brothers el 15 de septiembre de 2008 empezó el Gobierno a cambiar el discurso para hablar de una posible "desaceleración", pero entonces el optimismo económico se había inflado tanto que la caída fue en picado. Todavía llegaría el gabinete de Zapatero a acuñar la desafortunada expresión de los "brotes verdes" porque creía atisbar signos de recuperación, justo cuando España entraba en la segunda fase de la crisis, la de la deuda, que destrozó la economía y condenó a miles de personas al paro, la precariedad y el empobrecimiento.
En cuanto al 11-M, las autoridades, las Fuerzas de Seguridad y los servicios de inteligencia tampoco supieron anticiparse a un atentado de esta magnitud ni detectar la compra de explosivos. La Comisión de Investigación del Congreso concluyó que "fueron muchas las alusiones" a la amenaza yihadista que hicieron CNI, Policía y Guardia Civil, sin que valieran para evitar el 11-M. Y, además, entre quienes atentaron había dos confidentes de los cuerpos de seguridad: Rafa Zouhier, de la Guardia Civil, y José Emilio Suárez Trashorras, informante del jefe del grupo de estupefacientes de la Policía en Avilés.
DESCOORDINACIÓN
Las cuatro grandes crisis que ha atravesado España en este siglo "comparten que se producen por factores sobrevenidos", reafirma Luis Miller, sociólogo del CSIC. Pero, luego, "influye mucho cómo las gestionan los políticos". Y en esto también hay aspectos compartidos: a la improvisación del primer momento le sigue, en mayor o menor medida, una gestión descoordinada.
Ejemplo de ello es lo ocurrido en Valencia. La batalla por las competencias entre Generalitat y Gobierno retrasó la llegada de las Fuerzas de Seguridad a la zona cero. Mientras se reprochaba a Defensa que no desplegara a los militares, el jefe de la UME afirmaba que requerían autorización de Carlos Mazón para iniciar la operación -el valenciano no solicitó la incorporación del Ejército hasta el día 31-. Mientras las calles de Paiporta y el resto de municipios seguían anegadas de barro, los políticos se enzarzaban en el debate sobre la declaración de la "emergencia nacional" -asumiría el control Moncloa-. Y, mientras miles de voluntarios se ofrecían para ayudar, nadie era capaz de coordinarlos. El caos salpicó incluso al recuento de fallecidos: el 7 de noviembre, nueve días después de la catástrofe, el Centro de Integración de Datos contabilizaba 207 muertos, pero Emergencias sumaba 211. Nadie reconoció haber contado de más (o de menos), y solo cuando los fallecidos ascendieron a 214 se igualaron las cifras -ahora, el recuento oficial es de 223, con tres desaparecidos-. Pocas ideas pueden resumir mejor el choque permanente entre administraciones que la frase que Pedro Sánchez pronunció el sábado 2 de noviembre: "Si necesita más recursos, que los pida".
La descoordinación entre administraciones se hizo todavía más patente durante la pandemia. Los criterios de desescalada anunciados por el Gobierno impidieron a Madrid "avanzar de fase" (reducir restricciones) cuando Isabel Díaz Ayuso lo solicitó, y en verano de 2020, ante el rebrote de la enfermedad y la falta de un plan común, las comunidades tuvieron que empezar a tomar medidas por su cuenta. Semanas después llegó el acuerdo interterritorial -Ayuso de nuevo amenazó con desobedecer al Gobierno si le obligaban a decretar cierres perimetrales-, pero este no contemplaba aunar criterios en materias como el 'pasaporte Covid' o los horarios de cierre de la hostelería.
El clímax del descontrol se vivió en las residencias: los protocolos de algunas autonomías, que restringían el traslado de ancianos a hospitales, provocaron centenares de fallecimientos. Madrid se situó a la cabeza. El Ejecutivo de Sánchez, desgastado por la gestión de la primera ola, acabó acuñando el término de "cogobernanza" (empleado por él mismo de nuevo en la dana) para trasladar a las CCAA buena parte de la gestión de los asuntos más complicados del Covid.
La descoordinación fue menos acusada en el 11-M, aunque la Comisión de Investigación del Congreso concluyó que habría sido conveniente una "mayor puesta en común de las informaciones que los Cuerpos iban teniendo". Eso, justo, falló entre Mossos e Interior en el siguiente drama yihadista, el 17-A de 2017, con 16 muertos en los atentados de Barcelona y Cambrils.
La pésima cogobernanza fue palpable en la crisis económica de 2008. El colapso se ensañó con las cajas autonómicas -en dos años desaparecieron dos de cada tres-, donde buena parte de los consejeros eran elegidos por los partidos. Su dominio de estas entidades entorpeció, y politizó, la respuesta a la crisis y reveló la conversión de cada autonomía en una taifa, de lo político a lo financiero. Rodrigo Rato, antaño cerebro económico del PP, fue presionado por los populares a dejar la dirección de Bankia y dar así vía libre a su rescate.
SIN AUTOCRÍTICA
"Se están haciendo las cosas bien", aseguró días después de la dana el jefe de la UME. Sánchez justificó que no decretó la emergencia nacional para no "restar eficacia" a la respuesta y Mazón, aun reconociendo que "se pudo hacer mejor", defendió que la Generalitat estuvo "a la altura". Tampoco se dio por aludida Teresa Ribera, desaparecida durante la catástrofe pese a que el control de los caudales fluviales es responsabilidad de su ex Ministerio. Nadie hace autocrítica, y funciona una omertá cómplice entre responsables, aunque el desastre es ya la segunda inundación más mortífera del siglo en Europa y de toda la historia de España.
Tampoco la pandemia desencadenó un reconocimiento de errores, pese a que el país se situó a la cabeza de la UE en muertes por millón de habitantes. En mayo de 2020, Fernando Simón insistió en que "en ningún momento se subestimó el riesgo" del Covid, pese a que un informe forense constató que al autorizar las concentraciones del 8-M y el mitin de Vox "no se atendió suficientemente a las llamadas de la Organización Mundial de la Salud y del Centro Europeo de Control de Enfermedades". Nunca se llegó a explicar la incidencia que tuvieron aquellos actos multitudinarios en la propagación del coronavirus.
Sánchez envió aquel agosto una carta a su militancia en la que defendía al Gobierno -"se desvivió para salvar vidas"-, pero nunca rindió cuentas por el presunto "comité de expertos" que Sanidad terminó reconociendo que "no existió". Ni Ayuso hizo autocrítica por su gestión de las residencias: "Cuando una persona mayor estaba gravemente enferma no se salvaba en ningún sitio". Las comisiones de investigación prometidas en varias instituciones, o no fueron, o fueron solo para tratar asuntos farmacológicos sobre la vacuna. Y, aunque la auditoría posterior concluyó que hubo "fallos de coordinación" entre administraciones, el Gobierno celebró el final del confinamiento con el lema "salimos más fuertes".
"Ante una crisis de este tipo, cuando todo estalla, se dice que no es el momento de hacer evaluación. Pero ese momento, luego, nunca llega", explica Jordi Rodríguez Virgili, profesor de Comunicación Política en la Universidad de Navarra (UNAV). Tampoco llegó la autocrítica tras el colapso económico: "Peleé hasta el final por mantener la cohesión", defendió Zapatero años después de su salida del Gobierno, mientras Mariano Rajoy presumió de haber dado "la vuelta a la situación" al evitar el rescate. El PP también alabó su propia gestión del 11-M, con José María Aznar negando haber ocultado información sobre la autoría del atentado y con el entonces ministro del Interior, Ángel Acebes, asegurando que se cumplieron todos los objetivos.
ANTIPOLÍTICA
La falta de autoevaluación política, y la no asunción de responsabilidades, da alas al enfado social y la polarización. "Durante su gestión de la crisis, los políticos buscan culparse unos a otros para intentar obtener rédito, pero alientan la polarización de trincheras", apunta Rodríguez Virgili, un aspecto que también Miller ve común en las crisis españolas: "Todas provocan más partidismo". Esa división, dice, contribuye a eludir responsabilidades: "La gente apoya la actuación de Gobierno y oposición dependiendo siempre de si 'son de los míos'".
Algunos estudios apuntan al 11-M como el despertar de la polarización, pero todos ven en la crisis de 2008 el punto álgido del partidismo. Movimientos como el 15-M sirvieron de catalizador para nuevas formaciones (Podemos) y con ello se produjo una fragmentación del escenario político que "dificulta la búsqueda de consensos" e "incrementa la competitividad entre partidos", contribuyendo así a la polarización ideológica de la sociedad, según explica Aurken Sierra, profesor de la Universidad de Navarra.
La pandemia también acentuó la división de los ciudadanos, con el añadido de que las redes sociales sirvieron de altavoz para que los defensores de la antipolítica ganaran adeptos. El movimiento antivacunas, el negacionismo y quienes propagaban bulos acusando a las autoridades de ocultar información inclinaron el abanico político hacia los extremos, con influencers como Alvise Pérez -hoy eurodiputado- favorecidos. "Durante las crisis, aumenta la incertidumbre en la sociedad, lo que lleva a las personas a buscar respuestas más radicales y simplificadas a problemas complejos", argumenta Sierra, que cree que esto beneficia a los líderes populistas y les permite sacar rédito.
Está por ver si el patrón se repite tras la tragedia provocada por la dana en Valencia. La proliferación de bulos y teorías de la conspiración que se apreció en los primeros días ya recuerda a lo vivido anteriormente, y la no asunción de culpas parece también un déjà vu. Y la rebelión de Paiporta contra las autoridades habla de antipolítica.
Cuatro dramas de récord en España
2004. España sufre el atentado más mortífero de Europa en este siglo, el 11-M, con 193 fallecidos y más de 2.000 heridos por las bombas en los trenes.
2008. La crisis bancaria y el paro ponen en jaque la economía española, una de las más damnificadas del continente. El Movimiento 15-M, en 2011, fue la respuesta social a esa crisis.
2020. La pandemia provocó en España más de 60.000 muertes por Covid ese primer año, una estadísitica que situó al país en el tope de la Unión Europea en fallecimientos por millón de habitantes.
2024. La dana provocó 223 muertes en el cinturón sur de Valencia y se convierte en el segundo mayor desastre natural del siglo en el continente.