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Nadie manda sobre el desierto. Los tuareg, que lo conocen mejor que nadie, lo temen y lo respetan de la misma forma que un navegante teme y respeta el océano. Los estados subsaharianos, ceñidos a capitales precarias, desaparecen a 20 o 30 kilómetros de su centro y las carreteras asfaltadas se convierten en caminos de tierra, para luego fundirse con la arena. Más allá, en el horizonte de dunas, ya no hay más autoridad que la de los escorpiones.
En ese «no lugar», norte de Burkina Faso, Mali o Níger es donde florecen muchos los dolores de cabeza de nuestros responsables de seguridad. Aprovechando la impunidad que da el vacío de autoridad, mafias de trata de inmigrantes, mujeres, narcotráfico o venta de armas recorren los inmensos espacios del desierto guiados por clanes tuareg, los auténticos moradores de las arenas y contrabandistas de nuestro tiempo. Mezclados a veces con ellos mismos, grupos yihadistas como Estado Islámico del Gran Sáhara busca trabajadores humanitarios occidentales a los que secuestrar, la industria más rentable de la región. Pero no cabe engañarse: el negocio siempre ha sido más importante que el Corán para todos ellos.
Sólo hay que dar un paseo por las hermosas ciudades terrosas de Agadez (Níger) o Kidal (Mali), antes turísticas y hoy vetadas a los occidentales, para ver mujeres nigerianas prostituidas a la fuerza ya durante el mismo viaje a Europa, legiones de adolescentes trabajando para pagarse el billete a Libia, vendedores de armas que aún trafican con los viejos arsenales gadafistas y otros amigos del comercio de cocaína colombiana con destino a nuestro continente. Todo esto sucede en la llamada «frontera avanzada de Europa».
Todo se compra y todo se vende porque el que tiene que hacer la ley es el mismo que posee una flota de Toyotas para cruzar el desierto. Antes, una caravana de beduinos tardaba tres semanas sobre camellas (el camello se usa mucho menos porque no da leche para beber) y si se tardaba un día más todos corrían el riesgo de morir. Hoy con seis o siete Landcruisers cruzan el Sáhara en una semana. Cada vehículo puede llevar personas y droga, pero también puede regresar con armas. Así se aprovecha la idea y la vuelta. Los narcos colombianos pagan la tarifa a los clanes de passeurs o barqueros, que casan a sus hijas con los hijos de otros para tejer acuerdos de sangre y tener todo el control a ambos lados del desierto.
Francia, la antigua metrópolis, siempre intentó controlar la región y mantenerla en calma con poco éxito. El norte, separatista, nunca aceptó los dictados de los gobiernos del sur por una cuestión étnica y de reparto de poder, de la misma forma que un tuareg no tiene nada que ver con un haussa, pese a que el reparto colonial dibujara unas fronteras que los incluían bajo la misma administración.
Pero Francia ya no está. Una serie de golpes de Estado militares, habituales en estos países, ha desplazado a los antiguos colonos por otros nuevos: los rusos. Moscú ha golpeado el avispero y sus mercenarios del antiguo Wagner, ahora denominados Afrika Korps (no es broma) se han hecho fuertes en Niamey, Bamako. Uagadugú y Trípoli, es decir, en todas las capitales de los estados fallidos del norte de África.
Su manera de expandir su influencia ha sido llegar a acuerdos con los golpistas y proporcionarles entrenamiento, armamento y a veces hasta protección personal a cambio de explotaciones mineras. El problema para Europa es que ahora están en disposición de manejar el grifo migratorio de las rutas del desierto. Es decir, que mientras que la UE desplegó misiones para terminar con las mafias en varios de estos lugares, Rusia puede ahora fomentarlas.
No hablamos de algo ficticio, sino que ya ha sucedido. La aviación rusa bombardeó con saña las ciudades rebeldes en Siria en 2014 y 2015, no sólo para darle a Asad la victoria que pretendía, sino para crearle a la UE un millón de refugiados cruzando el Egeo gracias a las mafias. Putin sabía que la gestión de ese flujo iba a perjudicar a la UE y a sus líderes. Tras este episodio, Lukashenko volvió a weaponizar la inmigración (así se llama) para lanzar personas de Oriente Medio hacia Polonia. Para Rusia cualquier cosa puede ser un arma.