Hacia el final de su legendario ensayo La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Max Weber reflexiona sobre cómo el ascetismo, al trasladarse desde las celdas monacales a la vida profesional y comenzar a dominar la moralidad, ayudó a levantar los pilares del sistema económico moderno, lo que "determina, con una fuerza irresistible, el estilo de vida de todos los individuos". Sostenía el padre de la sociología moderna que Estados Unidos es el lugar donde el afán de lucro, convertido casi en un deporte, había experimentado su mayor liberación, despojado del todo de su sentido metafísico. Hace un siglo, Weber asumía que nadie podía saber "quién vivirá en el futuro en ese caparazón y si, al final de esta terrible evolución, habrá nuevos profetas o un potente renacer de viejas ideas y viejos ideales, una petrificación china, adornada con una especie de darse importancia convulsivo. Entonces podría hacerse verdad para el último hombre de la evolución de esta cultura esta frase: "hombre especialista sin espíritu, hedonista sin corazón, esta nada se imagina haber ascendido a un nivel de humanidad nunca alcanzado antes". Él no lo sabía, pero entre todos sus errores y delirios clavó al belga del siglo XXI, pasado de vuelta de todo.
Bélgica es, hoy, un país que tiene el dinero casi por castigo. Nación sin pueblo y pueblo sin nación, muy endeudado, pero con poco paro, buena productividad, enormes rentas y alto poder adquisitivo. Un país de dinero, con gente con dinero, en el que la mayor parte de los empresarios sólo hay una cosa que odien más que perder dinero: ganarlo. Están dispuestos a todo, a casi cualquier cosa, por no conseguir un cliente más, una venta adicional. Es esta patria, como decía un chiste de la RDA, el cliente es el rey, pero el camarero es el emperador.
Son especialistas sin espíritu, venusianos en un mundo marciano, jipis herederos del 68 que en la mejor tradición europea han logrado sin saber cómo la productividad neerlandesa con el espíritu contestatario y sindicalista francés. Implacables, impenitentes, indiferentes. Genios a los que admirar. Hace unos días, la comuna de Bruselas plantó en la plaza de Sainte-Catherine una estatua del Tío Gilito (Balthazar Picsou en francés) del artista Sven 't Jolle. Se llama Casse-toi alors, pauvre canard!, que viene a ser un Piérdete, pobre pato, y que es un juego de palabras con el Piérdete, pobre gilipollas espetado por Nicolas Sarkozy a un señor que no quiso darle la mano durante una feria de agricultura hace 15 años.
La obra representa al multimillonario que nadaba en piscinas de monedas, pero sobre una viga cubierta de alquitrán y plumas, un castigo medieval e imagen de la humillación pública y destierro. El artista la concibió hace 15 años, en medio de la Gran Recesión global, como un ataque a la desigualdad, los abusos de los ricos, contra esa "naturaleza prolífica y generadora" del dinero, en palabras de nuevo de Weber. Buscando una "reflexión sobre los estragos del capitalismo y de nuestra sociedad consumista" y "una oda imaginaria a una sociedad más justa y social haciendo sonar la muerte del capitalismo", según el Ayuntamiento. Pero los belgas, para quienes todo lo que no sea contradicción es dogmatismo, la metieron en un sótano y la sacan ahora, ya sin prisas. Parafraseando a Carlyle, las clases burguesas rara vez antes y nunca después demostrarán tanto heroísmo.