Las exportaciones que realizan más de un millón de pingüinos de seis especies diferentes en las islas antárticas de Heard y McDonald tienen, desde ayer, un arancel del 10% en las aduanas de Estados Unidos.
La inclusión de esas dos islas antárticas, que pertenecen a Australia y en las que no vive nadie desde que hace 192 años, allí se desmanteló una última estación de caza de elefantes marinos (unas gigantes focas que llegan a pesar cinco toneladas), es la muestra más palpable del desastre arancelario de Donald Trump.
No es solo que se hayan incluido en la lista islas deshabitadas. También lo es que esas islas pertenecen a otros países a los que Washington está concediendo un régimen arancelario diferente. Un ejemplo: el país más cercano a esas islas no es Australia, sino Madagascar, que es, también, una de las naciones más pobres de la Tierra.
¿Qué pasaría, por ejemplo, si una compañía malgache estableciera una filial, al menos sobre el papel, a la sombra del volcán Big Ben, el mayor de ese país, que se encuentra rodeado de glaciares, en la isla Heard? En teoría, que solo debería pagar un arancel del 10% en Estados Unidos. Si Madagascar -un país tan pobre que su per cápita no llega a los 500 euros, es decir, un 98,5% menos que España- quiere exportar algo a Estados Unidos, se va a encontrar con un arancel del 49%, que literalmente va a asesinar esa venta.
Desde el punto de vista geográfico, Madagascar es el país más cercano a estas dos islas. Así que tal vez lo más práctico para los productores de vainilla -la principal exportación malgache- sea establecer una empresa entre los glaciares que rodean al volcán Big Ben, el más grande de Australia, situado en la isla Heard. No sería ninguna política descabellada. A fin de cuentas, así es como, estableciendo sus bases de operaciones en Irlanda, las tecnológicas estadounidenses sacaban sus beneficios de la UE y los enviaban directamente a paraísos fiscales, sin apenas pagar Impuesto de Sociedades.
El dueño de una de las más grandes, Mark Zuckerberg, propietario y fundador de Meta, se reunió con Trump justo antes de que este anunciará los aranceles. No lo hizo para dar ideas acerca de cómo esquivarlos sino, según los medios de comunicación de Estados Unidos, para pedirle al presidente que acabe con el proceso de los reguladores contra su empresa por prácticas monopolísticas. En eso, más que a Dublín, la capital de Irlanda y sus esquemas de acción fiscal, Washington se parece cada día más a Antananarivo, la capital de Madagascar, un país que ocupa una oposición muy baja en todos los índices de lucha contra la corrupción.
Pero la propia Casa Blanca ha creado otras vías para que sus propios aranceles, si no fracasan, al menos hagan el ridículo. El ejemplo más obvio es con el segundo bloque comercial al que el trumpismo detesta más: la Unión Europea.
Tres departamentos franceses que forman parte de la Unión Europea tienen aranceles mucho más bajos que el conjunto de los países comunitarios. Si para estos últimos las tarifas son del 29%, para Réunion, en el océano Índico, y Martinica y Guadalupe, en el Caribe, solo son del 10%. Eso abre, al menos teóricamente, la posibilidad de desviar exportaciones a esos países y, desde allí, reenviarlas a Estados Unidos.
El caso contrario, es el de las islas también francesas de Saint Pierre y Miquèlon, situadas justo enfrente de Celanova, que pertenece a Canadá. Esos dos territorios apenas tienen 6.000 habitantes y sus exportaciones a Estados Unidos -de lo único que producen, es decir, pescado y marisco- son mínimas, a pesar de lo cual la Casa Blanca les ha puesto una tarifa del 50%.
Todos estos ejemplos no son más que unos pocos casos dentro de la sarta de despropósitos del menú arancelario presentado por Donald Trump el jueves. La isla noruega de Jan Mayen, en el Ártico, solo está habitada por militares y meteorólogos, dos tipos de profesionales por lo general poco vinculadas a las exportaciones, pero eso no lo librado de los aranceles. En el extremo opuesto del mundo, la isla Christmas tiene 2.000 habitantes, aunque lo que en realidad la hace famosa es la migración anual de cangrejos a través de su territorio. Sea como sea, las exportaciones de Christmas a Estados Unidos son cero. Aun así, tiene tarifas del 10%. Lo mismo que la de Tokelau, cuyos 1.500 pobladores que se dedican a la pesca de subsistencia, una actividad que, por definición, excluye las exportaciones.
Más curioso es el caso de la isla de Norfolk, que es, al igual que Heard y McDonald, de Australia. Según la agencia de noticias estadounidense Associated Press, Norfolk no solo no exporta nada a Estados Unidos, sino que tampoco cobra ningún arancel por ninguna importación de ningún sitio. Tanta apertura comercial le debió de parecer sospechosa a Washington. Resultado: un arancel del 29%.
Estos despropósitos sugieren que toda la metodología para establecer las barreras proteccionistas estadounidenses tienen la misma lógica que "utilizar el número de vocales en el nombre de una persona para decidir cuántos impuestos va a pagar", según explicaba este jueves el semanario británico The Economist.
Estos ejemplos también demuestran el otro lado de los aranceles: el negocio que van a suponer para las consultoras y los bufetes de abogados especializados en denominaciones de origen y en ayudar a deslocalizar empresas. Botsuana, a pesar de ser el país más próspero y estable de África, lo va a tener muy difícil para que su producción de diamantes sortee unas barreras aduaneras del 37%. Madagascar, como se citaba más arriba, está en una situación mucho más complicada. Pero el grupo sudafricano DeBeers, que controla gran parte de la producción de diamantes en el mundo (y en Botsuana), muy probablemente sí sea capaz de arreglárselas para encontrar resquicios en el muro aduanero estadounidense.
Lo cual lleva a otra cuestión que fue planteada el mismo jueves por el senador demócrata Chris Murphy en un vídeo colgado en internet: la compra de favores dentro de los propios Estados Unidos.
A partir de ahora, las empresas estadounidenses que quieran que los aranceles que les afectan a ellas sean levantados deberán solicitarlo directamente al Ejecutivo. Eso significa ir a Donald Trump. Ya en su primer mandato, el presidente estableció excepciones a la práctica totalidad de las importaciones del gigante de la electrónica de consumo Apple. El presidente y consejero delegado de esa empresa, Tim Cook, demostró ser un extraordinario negociador al aparcar su bien conocida simpatía por el Partido Demócrata y conseguir todo lo que quiso de Trump.
Ahora, eso va a pasar a escala nacional. Y el Gobierno de Trump en 2025 tiene objetivos ideológicos muy claros. Ha logrado en dos meses que las empresas renuncien a sus objetivos de diversidad, igualdad, limitación de emisiones de gases que provocan el cambio climático y preservación del medio ambiente en general.
En su habitual carta anual a los accionistas, Larry Fink, presidente y consejero delegado de la mayor gestora de fondos del mundo, BlackRock, no ha mencionado en 2025 ni una sola vez la descarbonización. A partir de ahora, ésa va a ser la norma. Una norma en la que, de nuevo, las pequeñas empresas y los países más pobres no van a poder participar.