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Una nube que se puede escalar, un árbol blanco de 17 plantas, un jardín suspendido en el centro de Tokio: una arquitectura como la niebla que caprichosamente se desvanece o se torna más densa. Sou Fujimoto crea edificios inesperados, futuristas, ambiguos. ¿Acaso la arquitectura puede ser ambigua? ¿Aire y tierra al mismo tiempo? ¿Incluso una gota de rocío? ¿O una burbuja de champagne? Sí en la visión de Fujimoto, profundamente japonesa y a la vez tan occidental, como si hubiese unido Oriente y Occidente en un equilibrado ying yang. Una senda que ya recorrieron los senseis Kenzo Tange, Arata Isozaki, Tadao Ando, Toyo Ito, Kazuyo Sejima... Un club de maestros del que Fujimoto ya forma parte, después de años siendo la punta de lanza de la nueva generación de arquitectos japoneses.
«En la cultura asiática es bastante natural que los opuestos puedan crear una armonía. Imagino que de forma inconsciente la filosofía y la espiritualidad zen subyacen en mi obra y, en realidad, en la de todos los arquitectos japoneses», explica Fujimoto sentado en un sofá de la biblioteca de Ruinart, la maison francesa más antigua de la Champaña. Lleva un jersei negro de cuello alto, fuera hace frío y llovizna, el típico clima de una de las regiones vinícolas más difíciles y extremas. Aquí, Fujimoto ha proyectado uno de sus deliciosos opuestos: el Pabellón Nicolas Ruinart, puro minimalismo de cristal frente al emblemático edificio del siglo XVII de la maison. Un sofisticado e íntimo pabellón que es la síntesis de su arquitectura, que se volverá colosal en la gran Expo Universal de Osaka 2025, que él mismo ha diseñado.
«Me inspiré en la identidad del champagne», señala el arquitecto mientras toma un espresso. «La fachada de cristal tiene un sutil degradado que va del blanco opaco a la transparencia total, como si fuese una burbuja dentro de una copa».
La forma curva del techo, que no llega a ser esférica, también remite a la forma de la burbuja, como si la hubiese cortado por la mitad. «La luz es otro material: crea el espacio. Desde fuera, la fachada tiene un aspecto muy elegante, pero cuando estás dentro y miras hacia la maison Ruinart tienes cierta sensación de ensoñación, como si flotara. Sientes que tú mismo estás dentro de una burbuja. O en medio de la niebla», señala mirando el cielo grisáceo, algo neblinoso, a través de la ventana.
La piel blanca de su pabellón bebe del particular subsuelo de Ruinart, cuya bodega se despliega a casi 40 metros bajo tierra, a lo largo de ocho kilómetros de galerías naturales de piedra caliza. Este laberinto de pasadizos es hoy Patrimonio Mundial de la Unesco, pero ya fue explotado en época romana y a lo largo de la historia ha servido como paso de contrabandistas, refugio antiaéreo durante la Segunda Guerra Mundial o escondite de la resistencia en plena ocupación alemana.
«Frente a la naturaleza y la tradición el ego de un arquitecto es minúsculo e inútil. O debería serlo», defiende Fujimoto. «Hay que ser honesto con una historia y un paisaje tan maravillosos, porque siempre nos dan las inspiraciones. Me refiero a cualquier tradición, como la de las catedrales europeas, que son completamente diferentes de mi cultura, y que nunca hacía un solo arquitecto porque su construcción duraba siglos...».
Apenas a dos kilómetros de Ruinart, se alza imponente la catedral de Notre-Dame de Reims, donde durante siglos se coronaron la mayoría de monarcas franceses, de los Luises a Carlos VII, escoltado por la mismísima Juana de Arco (y que Jean-Auguste-Dominique Ingres inmortalizó en un magno lienzo del Louvre). Al norteste de Francia, Reims es conocida por ser la selecta capital del champagne, pero con el pabellón de Fujimoto gana un nuevo icono arquitectónico. Y Ruinart, fundada en 1729, da un nuevo salto a la modernidad con una renovación que respeta todo el legado del monje benedictino Dom Thierry Ruinart. «El pabellón refleja dos culturas diferentes, la japonesa y la francesa, que comparten conceptos importantes como la elegancia, la sensibilidad, la calma...», apunta Fujimoto.
Su pabellón recuerda a la primera gran obra del arquitecto en Londres, cuando en el verano de 2013 presentó uno de los más originales proyectos para la Serpentine Gallery en los jardines de Kensington: una delicada estructura de barras de acero, toda blanca, en la que el público podía trepar y sentarse a distintas alturas. Entonces tenía 41 años y fue el arquitecto más joven seleccionado para el Serpentine Pavillion, que ya habían diseñado tótems como Zaha Hadid, Oscar Niemeyer, Rem Koolhaas o Alvaro Siza. «Me abrió muchas puertas en Europa», admite Fujimoto, que en la última década se ha consolidado como uno de los grandes arquitectos japoneses, susceptible de ganar otro premio Pritzker, el Oscar de la arquitectura, para su país.
El pasado marzo, su compatriota Riken Yamamoto ganó el Pritzker, ya van ocho para Japón, el país que más premios ha recibido desde que se crearon en 1979, por encima de Estados Unidos. ¿Cuál es el secreto de la escuela japonesa? ¿Por qué sobresale de manera tan contundente en el panorama internacional? Casi como en las clases que daba en la universidad, Fujimoto empieza: «Una de las razones por las que la arquitectura japonesa es única se debe a que nuestra arquitectura tradicional, milenaria y hecha de madera, es completamente diferente a la moderna. Pero en el siglo XX, especialmente después de la Segunda Guerra Mundial, de repente la arquitectura occidental fue importada y causó mucho efecto y sorpresa».
El enigma de la sombra
Antes del trauma nuclear de Hiroshima y Nagasaki, Tokio fue duramente bombardeada por el ejército estadounidense. Solo en una noche, la terrible madrugada del 9 al 10 de marzo de 1945, casi 300 aviones lanzaron 1.700 toneladas de bombas de napalm que arrasaron una cuarta parte de la ciudad, cerca de 41 kilómetros cuadrados, provocando más de 100.000 muertes. Y en esa capital devastada y por reconstruir, los arquitectos experimentaron con nuevos códigos. «Kenzo Tange intentó mezclar la arquitectura occidental con la tradicional japonesa, unirlas. Ese fue un punto de inicio. Todos los arquitectos empezaron a pensar cómo podíamos entender un nuevo concepto de modernidad en el contexto japonés para luego armonizarlo con nuestra propia historia. En general, no hubo un conflicto o una imposición, sino una voluntad de armonía», continúa Fujimoto.
Algo teatral, lejos de la contención de algunos de sus colegas, levanta los brazos para ejemplificarlo con pasión. «Si hay dos cosas diferentes frente a ti, tienes que ser innovador para mezclarlas», dice mientras en su mano derecha parece que esté sosteniendo una pesada roca y en la izquierda una liviana pluma. «Es como una lucha, pero positiva. Eso hizo que los arquitectos japoneses, históricamente, fueran muy creativos».
A partir de los años 90, ese estilo de la escudería japonesa se incorporaría a la arquitectura global. Una de las claves primordiales de interpretación de la estética japonesa ya la deslizó el escritor Junichiro Tanizaki en uno de los más bellos tratados de filosofía, el canónico Elogio de la sombra, publicado hace casi un siglo, en 1933. «En Occidente, el más poderoso aliado de la belleza fue siempre la luz; en la estética tradicional japonesa lo esencial está en captar el enigma de la sombra», así empieza un manifiesto que sigue siendo un faro para adentrarse en la sensibilidad japonesa. Y en el enigma de la sombra.
Un enigma que Fujimoto condensa en la atmósfera dual de sus obras, donde los límites entre exterior e interior se diluyen. En el Pabellón Ruinart, los jardines de la maison parecen entrar dentro, como si fuese una cueva artificial en la que convergen todos los senderos, salpicados de decenas de esculturas e instalaciones escondidas entre hayas, arces y pinos. Entre los artistas que han dejado su huella en Ruinart (el primero fue Alphonse Mucha, con un cartel art déco en 1896), sobresale Jaume Plensa. Justo delante del pabellón, su hombre meditabundo esculpido con letras de diferentes abecedarios es un homenaje a Dom Thierry Ruinart, a la espiritualidad y al vino de estrellas burbujeantes. Su escultura en acero blanco desprende cierta mística zen, que parece entrelazarse con la de Fujimoto. Y aquí viene una conexión definitiva del arquitecto con España.
Fan de Gaudí
Aunque Fujimoto no tiene obra en nuestro país -al menos todavía-, el descubrimiento de Antonio Gaudí resultó trascendental para el Sou adolescente. «Cuando tenía 14 años, en la biblioteca de mi padre, encontré un libro de un tal Antonio Gaudí... ¡Fue mi primer encuentro con la arquitectura! Ahí empezó todo. Mi padre tenía muchos libros de arte, pero solo uno de arquitectura», recuerda en otra biblioteca, esta sí, repleta de libros de arte, arquitectura y vino.
La fascinación japonesa por Gaudí también ha marcado a arquitectos como Toyo Ito, que apadrinó al joven Fujimoto en sus inicios y le fichó para el Pabellón de Japón de la Bienal de Venecia de 2012, premiado con el León de Oro de aquel año. Cuando Toyo Ito andaba por el paseo de Gràcia de Barcelona, donde había proyectado un hotel prácticamente delante de la Pedrera, miraba con reverencia los plataneros de la avenida: «Para Gaudí estos árboles eran sus maestros. Se inspiraba en la naturaleza para crear sus formas», contaba algo absorto. Fujimoto sonríe cómplice, haciendo suya la visión del sensei Ito.
«Todo empieza en la naturaleza. Crecí en Hokkaido, una isla al norte de Japón, con una vegetación muy salvaje. De niño me pasaba los días jugando en los bosques. Ese contexto es muy importante para mí. Cuando me mudé a Tokio para entrar en la universidad experimenté un shock: era todo lo contrario, una gran ciudad muy tecnológica y artificial. ¡Pero también me encanta esa cosa loca y superartificial! Porque la arquitectura es artificio, un artefacto construido por el hombre. Pero siempre intento ligarla a la naturaleza, como hacía Gaudí».
Desde que fundara su estudio en el año 2000, la naturaleza ha estado presente en todos sus proyectos, hasta los más insospechados, como unos baños públicos de Tokio, en el barrio de Asakusa, que eran una mezcla de nave espacial con jardín zen, árbol incluido. Fujimoto empezó diseñando pequeñas casitas de apenas tres plantas, pensadas para encajar en el denso enjambre de los barrios tokiotas o para aislarse en una ladera frente a un río. Todas ellas asombran: la House H es como un juego de matrioshkas acristaladas en distintos niveles, la House N transgrede el concepto de casa-jardín, la Final Wooden House (Casa de madera final) parece un puzle de tablas de cedro, un bungalow cual jenga gigante, aquel popular juego de mesa que consistía en superponer palitos de madera sin que se caigan...
Todas ellas tienen un punto lúdico, son espacios jugables, flexibles, que desafían la rigidez de la mayor parte de edificios. En un proyecto que no llegó a construir, la Spiral House, Fujimoto imaginó una casa literalmente en forma de espiral, casi un laberinto circular, con paredes abiertas que conectaban los distintos espacios. «La arquitectura permite crear lugares para la alegría de vivir y eso es algo maravilloso. A veces es como un juego físico, pero otras es como un juego mental. La arquitectura puede servir para abrir tu mente, hacerte sentir algo diferente, dar rienda suelta al potencial secreto de cada individuo».
Diseñar el futuro
Si Le Corbusier tiene Villa Saboya como su particular manifesto arquitectónico o Frank Lloyd-Wright la Casa de la Cascada, el de Fujimoto podría ser cualquiera de sus primeras residencias. «Un icono no tiene por qué ser monumental, puede ser algo pequeño pero muy visionario. En mis días de joven arquitecto ese tipo de pensamiento era mi esperanza. En mis proyectos más modestos pensaba que podía crear el futuro», reconoce. Aunque en el último lustro sus obras han crecido en tamaño, como la exquisita Casa de la Música de Hungría, en pleno parque central de Budapest, que destaca por una cubierta inspirada en las ondas sonoras (a Fujimoto le gusta diseñar lo invisible) y unos techos que imitan las hojas doradas de los árboles que la circundan y atraviesan (hizo huecos para que no se tuvieran que talar).
La máxima que él mismo ha acuñado para definir su arquitectura es la de futuro primitivo: «Mi obra parte de una especie de situación primitiva que se relaciona con las cuevas, el habitáculo más antiguo de la humanidad: un espacio natural, inintencionado. Pero al mismo tiempo trato de crear algo nuevo para el futuro, un artefacto diseñado», explica.
Ese futuro es el lema de la Exposición Universal de Osaka, Diseñando la sociedad del futuro, que se celebrará en 2025 con un complejo master plan a cargo de Fujimoto. Se espera que más de 28 millones de personas pasen por la Expo, que reunirá a 153 países en la isla artificial de Yumeshima, en la bahía de Osaka, donde ya se está construyendo un colosal anillo de madera de 700 metros de diámetro. Esa gran estructura circular de 60.000 metros cuadrados estará coronada por un techo-jardín, como si fuese una ladera en la que podrán pasear los visitantes.
«Japón posee una larga tradición de construcción de madera. Pero en los últimos años se ha ido frenando por el encarecimiento de los materiales y sobre todo por las regulaciones contra los seísmos. Osaka es una oportunidad magnífica para ensayar nuevos sistemas y reintroducir la madera a escalas grandes», sostiene el arquitecto, que desplegará la Expo en medio de su anillo, como si fuese un valle con los distintos pabellones nacionales.
«La Expo Universal es un evento muy complicado, que empezó en el siglo XIX y cobra un nuevo significado en el XXI. En estos tiempos de crisis y divisiones, el hecho de que tantos países se unan en un solo lugar es casi un milagro. Cada país muestra sus tradiciones, culturas, paisajes maravillosos, gastronomías... Por eso escogí la forma del círculo: una unidad formada por todas las diversidades. Los visitantes lo sentirán físicamente, porque la arquitectura puede transmitir esperanza». Incluso puede ser aire, cielo, bosque...