Un fantasma (¿otro más?) recorre Europa. Hace unas semanas, el vicepresidente estadounidense, JD Vance, quiso ponerles la cara colorada a los mandatarios europeos durante la conferencia de Múnich, donde acusó al viejo continente de ser un ente esclerotizado por la burocracia. Poco después, humilló junto con su superior, Donald Trump, al presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, en una comparecencia pública en la Casa Blanca para discutir el plan de paz para la invasión rusa de Ucrania. Todo ello mientras las elecciones al Bundestag alemán cercioraban el ascenso de AfD (Alternativa para Alemania), la formación ultraderechista germana, como segunda fuerza política del país y primera en los territorios de la antigua RDA.
La tierra vuelve a temblar bajo los pies de los europeos, que no sabemos muy bien a dónde mirar. Heinz Bude (Wuppertal, 1954), lleva tiempo analizando nuestra respuesta ante situaciones de este tipo. Considerado uno de los sociólogos más importantes de Europa, es autor de 'La sociedad del miedo' (Herder, 2017), un tratado fundamental para entender las parálisis y huidas hacia delante del mundo contemporáneo. Su reciente visita al VIII Foro de la Cultura, celebrado en Valladolid y Madrid y donde debatió sobre la presencia del miedo en nuestra vida con los pensadores Robert Peckham y McKenzie Wark, supuso una oportunidad única para tratar de averiguar qué nos está pasando.
- Se suele asociar el uso del miedo con el deseo de control por parte del poder. ¿Hasta qué punto es correcta esta conexión?
- Es un tema extremadamente importante porque todos los partidos, especialmente los de derecha, han utilizado la fórmula «recuperar el control». A veces, incluso los partidos de izquierda han adoptado este lema. Detrás de esta idea está la percepción de que el mundo está fuera de control. Y, por supuesto, lo está. Económica, política y culturalmente, el mundo se ha desordenado. Entonces surge la idea de que debemos reconfigurarlo o transformarlo en otro mundo distinto. Lo interesante es que este impulso surge del miedo. El miedo, en este sentido, implica tener una relación pasiva con el mundo, un mundo que ya no se comprende y del cual no se sabe cómo sus fuerzas pueden reorganizarse para crear un nuevo orden. Así que sí, se trata de miedo. Pero si observamos la movilización concreta de la población, de las personas que siguen a ciertos líderes políticos, vemos que hace falta algo más que una idea general de miedo.
- ¿Y qué se precisaría?
- Se necesita una estrategia basada en el odio. Porque el odio se dirige contra grupos concretos, contra imágenes específicas de personas. El odio cumple una función: hace que la gente no sólo sea pasiva, sino que adopte una posición activa. En este sentido, podemos decir que la movilización política es una combinación de miedo y odio.
- Es curioso, porque en su significado original, palabras como xenofobia u homofobia denotan miedo a los extranjeros o a las personas homosexuales, debido a la raíz griega de los términos ('phobos'). Sin embargo, han terminado asociándose al odio.
- El odio te da la sensación de que puedes hacer algo. Cuando odias, sientes que elevas la voz, que te haces notar. Y dices: «Odio a estas personas, quiero que se vayan de aquí, quiero que estas élites desaparezcan del país». En cierto modo, el «permiso para odiar» se ha convertido en una especie de consigna cultural. ¿Por qué no odiar? Parece que hay una justificación para ello. Y eso es peligroso, porque implica una descivilización de la sociedad. El odio es un síntoma de descivilización. Pero, paradójicamente, los políticos necesitan comprender el odio. Un político que no lo entienda no puede ser un buen político. Deben tener un conocimiento psíquico de lo que ocurre en los corazones de la gente común. Y ahí es donde los políticos de izquierda a menudo fallan. Viven en una burbuja culturalmente distante de la gente común y solo piensan en ellos en términos psicológicos. Así que la respuesta a todas las tendencias autoritarias en nuestras sociedades no es simplemente contrarrestarlas con más democracia, sino con autoridad.
- ¿En qué clima diría que han acudido sus compatriotas alemanes a votar en las últimas elecciones al Bundestag?
- Creo que el miedo principal es que estamos perdiendo nuestra capacidad de acción. He estado en Madrid estos días y veo una ciudad vibrante. Si caminas por sus calles, la gente parece relajada. Puede que haga demasiado calor, pero la gente acepta que el cambio climático traerá consecuencias. En Berlín la atmósfera es completamente diferente. Todo el mundo observa con recelo a los demás. «¿Eres alguien que votará por la AfD?», parece preguntarse la gente. En Alemania, la sensación predominante es que estamos perdiendo el rumbo y no sabemos cómo recuperar una mejor posición. Nos percibimos como «el enfermo de Europa». Eso asusta. Porque sabemos que no puede ser la respuesta a la situación, al problema.
- ¿Qué cree usted que ha sucedido con AfD?
- Ese es un punto muy delicado. En el Este, y esto es algo innegable, la AfD domina el panorama político. Y hay un problema de interpretación de la historia que aún no hemos resuelto. Las personas en el Este tienen que aceptar que el comunismo fue una idea equivocada. Y sufrieron mucho bajo el comunismo. Pero también tenemos que decirles, aunque duela, que todo aquello fue en vano. Que habría sido muchísimo mejor si nunca hubiera ocurrido. Y eso es algo que no pueden aceptar fácilmente. Porque, cuando formulas algo así, en esos términos abres un vacío en su mundo. Tienen miedo de caer en ese vacío. Saben que es un vacío. Todo lo que hicieron fue en vano. Hubo sacrificios, creencias firmes, un enorme esfuerzo... y al final, nada quedó en pie. Todo se derrumbó. Y aceptar eso es muy difícil. Incluso para mí es difícil hacerlo. La bandera roja ha caído. Y ahora debemos pensar en el mundo no como una victoria del capitalismo, sino como algo que necesita ser reconstruido de una manera completamente nueva. Esa es nuestra tarea en Europa: dar sentido a la historia del comunismo. Y Alemania fue el epicentro de esa historia. Alemania fue la cuna de la idea comunista. Debemos comprenderlo. Y ese es el problema central, porque en Alemania hay muchas personas que dicen -y esto es también una fuente de miedo -que sí, el comunismo fue malo, pero el capitalismo también lo es. Y cuando alguien dice: «Debe haber una tercera vía», la respuesta es: no, no la hay. No hay nada más. Y hay millones de personas en Occidente que tampoco pueden aceptar que esa alternativa ya no nos sirve.
- Pero, ¿cómo se da el salto de esa frustración a decir: «¿No queremos más inmigrantes»?
- La idea es que, si todo ha perdido el sentido, lo único que queda es aferrarse a lo que se tiene. Y eso lleva a la gente a querer proteger sus pequeños mundos. La protección del propio entorno es, por supuesto, una reacción al miedo. Dado que no entendemos el mundo en el que vivimos, hemos pasado por un cambio de sistema, y aunque muchos en la Alemania del Este se beneficiaron de este cambio, ahora su única prioridad es proteger lo que han logrado. Es una actitud profundamente apolítica, pero eso es lo que impulsa el voto por la AfD.
- Entonces, ¿qué hacer?
- Creo que lo que debemos hacer es seguir adelante. No caer en un estado depresivo es la mejor acción posible. Es un acto de fortaleza y resistencia decir: «Sigo adelante» Incluso cuando el mundo se desmorona, sigo adelante. No porque todo esté bien, sino porque no podemos detenernos. Y ahí radica la diferencia entre la esperanza y el optimismo. Yo diría que debemos enfrentar el mundo con esperanza, pero sin optimismo.
- Tal vez como herencia de las guerras de religión surgidas en el siglo XVI tras la Reforma, en España suele flotar esta idea de que, periódicamente, Alemania destruye Europa, desde Lutero a Hitler. ¿Cómo se siente cuando se vuelve a repetir que Alemania está destruyendo Europa?
- Me siento mal. Y creo que muchos alemanes también. Sobre todo cuando tuvimos un maravilloso romance con España no hace tanto tiempo. Aquella maravillosa amistad entre Willy Brandt y Felipe González. Por supuesto, aquellos eran los tiempos álgidos de la socialdemocracia. Sabemos que esos tiempos han pasado. Pero Alemania no es el problema en sí mismo. Necesitamos repensar nuestro papel en Europa, recuperar nuestra confianza y encontrar un propósito en el mundo actual. Muchos me preguntan desde China, India o Nigeria: «¿Cuál es el aporte de Europa al mundo?». Mi respuesta es: la idea del individuo. El individuo es la fuente de la innovación y de la conciencia moral. Es una noción kantiana: el individuo decide entre lo correcto y lo incorrecto. Y si defendemos esto, Europa recuperará su fuerza económica, su importancia política y su confianza cultural.
- Conectado con esto, usted defiende que la ira es colectiva, pero el miedo es individual.
- Sí, yo diría que la ira es racional. Y hay muchas razones para estar enojados. La vida es cada vez más cara, lo podemos ver en casi todos los productos. Y, por supuesto, el Estado tiene un alto costo, pero sus logros son cada vez menores. En Alemania, muchas personas que trabajan en el sector económico están esperando para invertir. Pero, ¿qué están esperando exactamente? Ése es el problema. Tenemos demasiada gente esperando. ¿Esperando qué? Esperan un impulso político que les brinde una nueva perspectiva para la acción colectiva. Y, por supuesto, la ira es el motor de los movimientos políticos. Las personas dicen: «Esto no está bien». Y, como colectividad, respondemos: «Podemos cambiar las cosas». Así que, en cierto modo, la ira es una emoción que contiene esperanza.
- Usted defiende igualmente que, en la política actual, los ciudadanos han pasado a ser meros espectadores. Una actitud pasiva que, según añade, ha sido aumentada por la tecnología. ¿En qué sentido?
- La tecnología tiene un efecto profundo sobre todos nosotros. Nos ha convertido en espectadores de los asuntos colectivos. Nos dice que no existen problemas colectivos, sólo asuntos individuales y privados. Nos hace creer que la vida es simplemente una suma de experiencias privadas. Ese es el efecto más importante de lo que denominamos redes sociales. El mensaje principal de las redes sociales es: «Compartimos privacidad». Y, a través de ese compartir, creemos que estamos entendiendo el mundo. Pero eso es completamente erróneo. Existen asuntos generales, problemas que afectan a todos. Y la política del futuro no puede ser únicamente la suma de minorías. Debe atreverse a hablar de colectividades y mayorías. Necesitamos una política para las mayorías, no sólo para las minorías.
- ¿Cómo encaja esto en la tendencia actual a que las corrientes y personas divisivas tienen más éxito que las aglutinadoras?
- Después de escribir 'La sociedad del miedo', he escrito otros libros sobre la solidaridad. Creo que la solidaridad es el concepto opuesto al miedo. Y también es la contraposición a todas estas ideas que provienen de la derecha. Pero la derecha ha sabido apropiarse del concepto de solidaridad. Ése es un problema para la izquierda. Dicen: «Estamos a favor de la solidaridad, pero sólo de nuestra solidaridad, no de la de ellos». Es decir, una solidaridad exclusiva. Cuando se habla de «hacer América grande de nuevo» o «Alemania primero», se está apelando a la idea de solidaridad. Pero es una solidaridad excluyente, dirigida sólo a ciertos grupos y en oposición a otros. Los que están «afuera» quedan excluidos de la misma. La izquierda, en cambio, debería impulsar una idea de solidaridad que pueda combinarse con la justicia. Porque si queremos vivir en un mundo justo para nuestros hijos, debemos entender que la justicia tiene un costo, que no es gratuita. Y si realmente queremos un mundo justo, debemos encontrar solidaridad con aquellos que también lo desean. Todos juntos debemos decir: «Sí, estamos dispuestos a asumir los costos de la justicia dentro de nuestra solidaridad». Si eso no funciona, estamos perdidos. Los socialdemócratas y los socialistas deben comprender que existe una relación intrínseca entre justicia y solidaridad. La justicia sin solidaridad no funciona. Y la solidaridad sin justicia tampoco. Los nazis también hablaban de solidaridad, pero era una solidaridad sin justicia. Ése es el punto clave. No quiero vivir en un mundo completamente justo si no hay solidaridad. Y tampoco quiero vivir en un mundo lleno de solidaridad pero sin justicia. Por eso, cualquier mensaje político debe tener dos conceptos en tensión, no sólo uno. Y creo que la tensión entre solidaridad y justicia podría ser una nueva fórmula para el futuro.
- ¿Cómo resolver lo que está sucediendo en Ucrania? ¿Deben los europeos mandar a sus hijos a morir a Sebastopol?
- Es imposible que permitamos que se genere una especie de Afganistán en medio de Europa. Eso es simplemente inaceptable. Por eso debemos tomar decisiones al respecto. Y aquí es donde entra la cuestión de la propuesta de Trump. Para ser honesto, lo que estamos viendo ahora es una especie de «iniciativa Trump». Debemos volver a la acción. No podemos seguir siendo meros espectadores, porque, si lo hacemos, terminaremos con un Afganistán en Europa. Pero, por otro lado, también debemos definir bien nuestras palabras: la violencia que proviene de Rusia es una violencia nihilista. Es una violencia que sueña con una especie de comunismo blanco resucitado. Y ése es un sueño realmente peligroso. Nos arrastraría a todos al infierno. Por eso, debemos actuar. Y si no lo entienden... tendremos que disparar.
- Me gustaría saber su valoración sobre la intervención de JD Vance en la última conferencia de Múnich.
- Pues tiene razón. Pero tenemos que pensar que somos el primer mundo. Y recuperar esta confianza en nosotros mismos. La idea del Estado es un invento europeo. La idea del libre mercado es una invención europea. Y debemos volver a esto. No sólo como valores abstractos, sino como prácticas concretas. Combinar la idea de política, la idea de economía y la idea de cultura. Hay mucha locura en el mundo. Y en Europa, tradicionalmente hemos tenido dos formas institucionales para afrontar la locura: la religión y el arte. Dos fuentes verdaderamente europeas para tratarla, que tienen que volver a su propósito original para ayudarnos a enriquecernos.