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Una película sobre las consecuencias de la fe dirigida por una atea (¿o quizá agnóstica?). Una historia sobre el amor incondicional, eterno, perfecto y, por todo ello, libre, en la más absoluta reclusión. Una sociedad declaradamente laica y aconfesional que acepta (y es animada por buena parte de las madres y padres) subvencionar colegios religiosos. La educación católica como un lugar de captación para unos, y como un espacio para la fe y la recta moral para el resto. Un día de rodaje en un Getxo soleado tropical mientras, más al sur, en el resto de la península, no para de llover. Se diría que Los domingos, la nueva película de Alauda Ruiz de Azúa producida por los mismos de su debut Cinco lobitos (Sandra Hermida, Marisa F. Armenteros, Nahikari Ipiña y Manuel Calvo), que forma parte de los originales de Movistar Plus+ y, lo más relevante, que llega tras la serie Querer que tanto dio que hablar y que pensar, nace para la contradicción y en ella se hace fuerte. «Imagino que tiene que ver con la tolerancia», apunta la propia directora por aquello de dar una pista.
El argumento habla de una joven brillante, idealista y, como dice la publicidad, con un futuro prometedor que un buen día decide dejarlo todo. O abrazarlo todo, según se mire. Ainara, a la que da vida la debutante Blanca Soroa al límite de la mayoría de edad, quiere ser monja. Monja de clausura. El misterio de la fe, dice ella, le empuja. Y entonces surgen todas las paradojas y empieza un viaje destinado a comprender quizá no tanto lo incomprensible, que también, como aquello que el entendimiento no alcanza. Hay un matiz y hay que respetarlo. No en balde, eso que los diccionarios dan en llamar oxímoron, con perdón, es la figura retórica siempre preferida por el corpus de la Iglesia en su noche mística. La idea siempre fue identificar la oscuridad con la claridad a la espera que del contraste, del choque de contrarios, surja no tanto la luz como la iluminación. Otro matiz que importa. «Dad tiniebla o claro día / revolvedme aquí y allí: / ¿Qué mandáis hacer de mí?», reza uno de los poemas más célebres de la santa Teresa y Alauda Ruiz de Azúa bien podría estar de acuerdo. O no.
«Todo surgió hace tiempo, antes incluso de que rodara Cinco lobitos», comenta la directora a modo de prólogo y por aquello de ordenar las piezas. Se refiere al que fuera su debut en el cine y le valiera todos los premios del año tras ser seleccionada en la Berlinale en 2022. Y sigue: «Viví una historia relativamente cercana que me llamó poderosamente la atención. Me pareció fascinante que alguien apenas mayor de edad pudiera tomar una decisión tan radical como recluirse en un convento de clausura y alejarse del mundo de esa manera». Pausa. «Se trata de un esfuerzo de comprensión desde un lugar completamente ajeno. Mi perspectiva es en el fondo muy atea o muy agnóstica, como se quiera. Yo soy una persona sin bagaje religioso, no he ido a un colegio religioso y no he crecido en una familia en el que la religión contara. No creo en dios, no soy creyente... Pero la fascinación está ahí y la pregunta por entender qué otras cosas puede haber más allá de la fe en todo este proceso, también», añade se diría que feliz en cada una de sus contradicciones.
Sobre el set de rodaje, todo discurre con una calma que, de vuelta al oxímoron del principio, apenas esconde el tumulto de una tormenta interior. O no tanto. También tiene mucho de borrasca emocional evidente. La orden de rodaje sitúa la acción en el piso de la abuela de la joven aspirante a novicia. Estamos en uno de esos domingos del título que une a las familias por obligación. Un caserón de piedra y moho preside la ría de Bilbao con orgullo de clase, de clase rica. Todo huele a privilegio y, apurando, a santidad. Alrededor de la mesa, Ainara y su padre, al que vida Miguel Garcés. Y junto a ellos, los tíos que encarnan Patricia López Arnaiz y el argentino Juan Minujín. Y revoloteando, los críos interpretados de manera alegre e inconsciente por Irina, Nora y Neizan. También está la novia del patriarca (Leire Zuazua) que, no se ha dicho, es viudo y, por supuesto, en el centro, como toca a una familia de bien debidamente vasca, la amona, la abuela, Mabel Rivera. «De nuevo», dice Alauda, «se trata de la familia. Es un tema que me persigue. Los dilemas en familia nos llevan siempre a sitios incómodos. Dentro de la familia y sus necesidades afectivas hay siempre un equilibrio inestable que dramáticamente es muy poderoso y que no tiene nada que ver con ningún otro tipo de relación. En el seno de la familia, hay cosas que no se puede decir por no herir al otro, porque si las dijeras igual se destruye algo irrecuperable. Para siempre».
Cuenta la directora que hasta llegar aquí, hasta la segunda de las siete semanas de rodaje planificadas, ha habido antes un largo y muy laborioso trabajo de campo consistente en limpiar prejuicios, en acercarse lo más posible (sin probablemente nunca lograr entender del todo) a lo otro, a lo completamente y por definición distinto, a la propia esencia de Teresa de Jesús. «Por muy crítica que puedas ser con la institución eclesiástica, tienes que admitir que hay personas que tienen la creencia que tienen y tienes que luchar por entender que hay gente que vive lo que vive de manera plena. Te enfrentas a algo o una persona que te puede parecer paranormal, pero ella siente lo que siente. Y ¿cómo convences a alguien de que no es real lo que siente si ella lo siente? El viaje de la película en parte es entender eso. Mi protagonista cree que, de alguna manera, las está llamando dios», comenta después de hacer un largo repaso por todas las entrevistas, encuentros y visitas que le sirvieron para preparar el guion. Alauda ha hablado con monjas convencidas, con monjas arrepentidas, con sacerdotes entusiastas y con curas muy críticos con lo que llaman procesos de captación. Y, sobre todo, de vuelta a sí misma, ha hablado con familias, con todo tipo de familias, con familias dolidas, familias felices, familias desconcertadas y hasta familias de mentira, todas las del cine lo son, como la que ahora mismo comparte un domingo entre el silencio de las cámaras en un caserón cerca de Bilbao y pegado a la parroquia del barrio.
Y luego están las preguntas incómodas. ¿Reaccionaríamos de forma tan ecuánime y comprensiva la sociedad si en vez de la religión católica se tratara de cualquier otro credo? Al fin y al cabo, hablamos de personas casi adultas, muchas de ellas con 18 años recién cumplidos, y por ello demasiado cerca de la adolescencia, de la inmadurez, de todos y cada uno de los deslumbramientos primerizos. Si como dicen algunas de las voces implicadas, se trata de un elaborado y encubierto proceso de secuestro que empieza a edades muy tempranas, ¿tiene sentido que la educación religiosa comience en la primera infancia? O de otra forma quizá algo menos radical: ¿tiene algún fundamento que el Estado supuestamente laico o aconfesional al que todos contribuimos subvencione colegios que puedan estar amparando estas prácticas? Y así.
La escena que se rueda da la medida en parte de algunas de las cuestiones del párrafo precedente. El tío, que procede de Argentina como el propio actor que le da vida, habla con su sobrina e intenta entender una decisión que ya está tomada y que el padre acepta. No tanto todos los demás. Le pregunta cómo es eso de hablar con dios. Y medio en broma, él mismo ensaya una conversación casi divina. Ella le reprende y le insta a hacerlo en serio. Y él, pese a no creer, acepta. «Si me escuchas», dice ahora en actitud circunspecta, «hazme un favor: no te lleves a Ainara». En voz alta, el tío le explica al mismo dios, lo doloroso que sería para la abuela no ver más a su nieta preferida, lo complicado que resultaría para sus hermanos más pequeños que tienen en ella quizá a la madre que perdieron y, lo más terrible, lo tremendo que acabaría por ser para la descreída y algo colérica tía interpretada por López Arnaiz, que, cauta, se acerca como espectadora a la anómala conversación. «No querrás que la tía se ponga a quemar iglesias», dice ahora el tío retomando el tono jocoso del principio. Ainara, inteligente como es, ríe y acepta la tímida y graciosa provocación (pues eso es) como un acto de amor (que también es). Pero resiste, resiste en su convencimiento, en su fe y en su amor; un amor pleno que, sin embargo, hace mucho daño a los que más quiere. De nuevo, la paradoja.
«Una de las cosas que descubrí y que me resultó chocante», vuelve a tomar la palabra la directora, «es que muchas familias con un bagaje religioso vivían como una crisis e incluso se tomaban muy mal que una de las hijas adoptara una decisión así. Hay un convencimiento casi general de que el bautizo, la comunión y todo lo demás están bien, pero, un paso más allá, que se haga monja, y menos de clausura... eso no. Sobre todo porque el perfil de las chicas que deciden tomar este camino es muy parecido: todas son estudiantes modélicas, personas muy maduras para su edad, de clase media-alta y que renuncian a una prometedora carrera profesional como arquitectas o médicas por la llamada de dios. Es un shock para la familia. Digamos que la contradicción que existe en el hecho de aceptar la fe católica, pero solo hasta un punto que no interfiera en la vida social y profesional es una contradicción que me resulta, cuanto menos, muy interesante».
Pero el oxímoron, por volver al principio, va más allá y tiene que ver con ese carácter de religión comúnmente aceptada y normalizada que entre nosotros tiene el credo de Jesús. «Lo cierto es que hay un muro, el de la fe, con en el que nos damos de forma tozuda todos los ateos. Pero sí hay algo que me parece cuestionable, se crea o no y puesto que nos incumbe a todos, es el tema de la religión y lo educativo. ¿Hasta qué punto es saludable y razonable para la sociedad que los menores estén en contacto con estos estímulos religiosos tan pronto? Lo religioso puede llevar a sitios muy complicados y más si se es un crío o un adolescente. Si dios es todopoderoso, si la religión es tan estupenda como parece y es cierto que tiene valores positivos... ¿por qué no puede esperar a los 18 años? Un adulto puede decidir de forma libre, pero ¿no es un poco incomprensible que pongamos a nuestros hijos tan cerca de un hecho, el religioso, tan personal y, de algún modo, tan misterioso? Igual, cabe pensar, sea un mecanismo de control que perpetúa determinadas cosas. Y más dudoso aún es si el Estado debe hacerse cargo de ello económicamente cuando decide subvencionar colegios concertados», se cuestiona Alauda y probablemente acabe por hacer también su película Los domingos. Y sigue: «En los colegios religiosos, a los críos se les confiesa, se les hace direcciones y asesoramiento espirituales, se les transmite no solo unos valores sino una creencia muy concreta... y no dejan de ser menores. Un ex sacerdote con el que hablé no solo mantenía su fe, sino que incluso defendía a la Iglesia católica, pero aún así hablaba de prácticas sectarias y de mala praxis en la captación de vocaciones. La del ex cura es solo una opinión, pero la raíz del problema está ahí y nos atañe a todos».
Sea como sea, y por no dejar de lado las espinas de la paradoja, lo inquebrantable, pese a las dudas de, digamos, carácter social, sigue ahí. «Yo sí que creo en cosas, no soy atea completamente», dice ahora Blanca Soroa, la protagonista. «Pero cuando soy Ainara me lo creo todo al cien por cien y no me gusta hacer comparaciones con mi vida. Quiero escuchar a mi personaje de verdad», rectifica. En este mismo sentido se expresa la directora que momentos antes se mostraba tan crítica. «Al final, puedes justificarlo todo como una autosugestión, pero lo cierto es que si lo has sentido lo has sentido. Recuerdo haber hablado con una profesora de universidad que había salido de la clausura, pero que no descartaba volver pese a todo. Hables con las que hables, arrepentidas o no, lo que siempre sale en la conversación es el amor. Hablan del amor de dios, de la sensación de amor, de sentirse amadas. Hablan de un amor incondicional y absoluto. Hablan de palpitaciones, de una sensación muy física. ¿Y quién no va a querer eso y más si te coge en plena adolescencia en la que todo se vive como la última vez?», insiste Alauda.
Los domingos pelea, y así lo confiesan todos y cada uno de los implicados, por dar la voz a todos: al creyente y al descreído, al hombre de fe y al que ni siquiera acierta a definirse porque no supo nunca qué fue eso. «Lo que sí es básico es que estén todos los puntos de vista representados en la película, sea el de los religiosos, sea el del ateo, sea el de los que simplemente dejan que las cosas sean. Algo que me ha gustado mucho es que cuando he dado a leer el guion, los creyentes entendían muy bien la vocación de la chica y concluían que los perdidos eran los otros, los que intentan convencer a Ainara de que desista. Y en cambio los no creyentes opinan justo lo contrario y se sentían muy identificados con la tía, con el personaje de López Arnaiz», recuerda la directora convencida de haber pasado de este modo la prueba de fuego como imagen pulcra de la perfecta contradicción de todo esto. «Dad tiniebla o claro día / revolvedme aquí y allí: / ¿Qué mandáis hacer de mí?», rezan unos de los versos más célebres de la santa y poeta Teresa de Jesús y la directora Alauda Ruiz de Azúa bien podría estar de acuerdo.