MADRID
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Los últimos supervivientes de Chueca: "En esta calle había carpinteros, tapiceros, anticuarios... Ahora no te puedes ni comprar unos huevos, nos echan, todo son bares y hordas de turistas que vienen a beber"

El territorio LGTBI por excelencia se prepara para la gran semana del Orgullo. Pero no todo son alegrías para una de las zonas más 'trendy' de Madrid. Vecinos de toda la vida y pequeños comercios denuncian cómo sus calles están perdiendo la esencia de siempre por la especulación inmobiliaria y el ocio desmedido

Los últimos supervivientes de Chueca: "En esta calle había carpinteros, tapiceros, anticuarios... Ahora no te puedes ni comprar unos huevos, nos echan, todo son bares y hordas de turistas que vienen a beber"
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A punto de caramelo para encañonar su semana grande, Chueca vuelve a acicalarse con su algarabía de banderas y consignas para exprimirle el zumo al gay power y catapultarse, otro año más, como el barrio más libre de todos los barrios. Terminarán los festejos con el tradicional carrocerío cachondo en el orgullosísimo desfile del próximo sábado. Chueca se ha acomodado, pues, en los laureles del éxito a cuenta de un puñado de gentes LGTBIQ que buscaban un territorio seguro en el que quererse como les vinera en gana, y que de paso llevaron al barrio a lo más alto. Pero ocupar la portada de la revista Time como uno de los lugares más trendy de España -y puede que del mundo- tiene su pequeño gran peaje. Desde que Chueca es Chueca, la especulación inmobiliaria y el canibalismo del capital han anidado en sus calles al olor del dinero. Algunos lo llaman gentrificación y progreso. Muchos vecinos y comerciantes de toda la vida hablan de «una tremenda putada».

Esperanza atiende tras el mostrador del Herbolario La Fuente, en pie desde 1856 en la calle Pelayo. Su negocio de venta de hierbas a granel resiste -«no sé por cuánto tiempo», asegura- el envite de las inmobiliarias salvajes, que rastrean locales y apartamentos centenarios para reconvertirlos en franquicias de perritos calientes y hamburguesas, en coquetos pisitos turísticos, en bares. Muchos bares. "La última generación de la familia La Fuente no tuvo hijos, y traspasaron el negocio a mi madre», cuenta Esperanza. "Y aquí hemos estado ella y mis tres hermanas desde el 86». Sale Esperanza de la pequeña tienda para ayudar a un invidente a cruzar la calle, donde el voraz tráfico de la mañana es el runrún suyo de cada día.

Esperanza, del Herbolario La Fuente.
Esperanza, del Herbolario La Fuente.

«Quieren comprarlo todo y echarnos. Aquí tuvieron una lona cubriendo la fachada durante 10 años. ¡10 años!», clama esperanza señalando el tejado, o al cielo, a sabe Dios a dónde. «¿Quién aguanta eso? Mi hermana, que antes trabajaba tras el mostrador todos los días, está de baja por depresión. Y en el edificio solo quedamos dos vecinas mayores, arriba, y yo con mi pequeño negocio. Las tres guerreras».

-¿Y por qué tanto empeño en echar, echar y echar a los de siempre?

-Para hacer pisos turísiticos. Pero en este edificio, en ese, en el otro... Y no solo en Chueca. Te vas a Carabanchel, o a Puente de Vallecas, y es lo mismo. ¿Con las infraestructuras hoteleras que hay en España, que son las mejores del mundo, es necesario que toda la ciudad esté presionada de esta manera? Se están cargando los pequeños negocios, están desahuciando a los vecinos de toda la vida. Y yo me tendré que buscar la vida en otro sitio, pero una señora de 80 años, ¿a dónde va a ir?».

-¿Puede vender sus productos por la web, al menos?

-Esto es un negocio de acompañamiento a las personas... Como la mayoría de los clásicos, pero no hay un solo día en que no se vaya alguien. Esta mañana una mujer me ha dicho que cerraba porque le triplicaban el alquiler. Antes esta calle era maravillosa: había carpinteros, tapiceros, anticuarios, te arreglaban las alfombras... Ahora solo hay bares. ¿Queremos una población alcohólica? Pues ya la tenemos. Hemos transformado a Madrid en un bar. Que los mercados del barrio se hayan convertido en bares o en grandes cadenas dice mucho de lo que está pasando. Ya no puedes ni comprar unos huevos».

Belén Cela vive en esta casa desde 1999.
Belén Cela vive en esta casa desde 1999.

Manolo es otro vecino con solera que cada mañana pasa revista al estado del barrio en su habitual paseo por el Centro. Preguntado por el ayer y el hoy, no duda en agitar su bastón veterano mientras brama contra la masificación turística. «Aquí solo hay hordas de turistas. Con mucho dinero pero sin modales». Más benévola se muestra Belén Cela, no hace mucho jubilada del departamento de Arte de una revista de moda. Tal vez ella ejemplifique mejor que nadie esa bohemia de finales del los 90, cuando en las calles de Chueca aún flotaba cierto romanticismo, como un Montparnasse queer donde cabía cualquiera.

«Compré mi casa en 1999 porque el barrio me encantó, me resultaba muy chocante», cuenta. «Al principio hubo unos años de bastante lío, con muchos robos. Desués llegó la época del jaleo y las copas por la noche... Pero no me importó y el barrio me fue gustando cada vez más, con niños de todas las nacionalidades a la salida del colegio, tiendas de toda la vida, como aquella de tijeras y cuchillos... Ya sabes, la diversidad. Pero sentí por primera vez que algo estaba cambiando cuando cerraron la panadería. Se convirtió en un apartahotel elegantísimo. El año pasado cerró un almacén de telas para abrir un japonés, y me dio una pena terrible. Y otro local que me encantaba y ya no está es el bar restaurante Santander, en Augusto Figueroa, que era mítico. Y algo que detesto es la peatonalización de la calle Fuencarral, que se ha convertido en un centro comercial al aire libre lleno de franquicias. Un horror».

Pero si hay alguien que supo exprimir el barrio desde sus orígenes clandestinos, con aquellos bares con timbre al final de un pasillo que se abrían al sexo primerizo, al descubrimiento del placer y los peligros, a la aventura de cada noche que ya apenas existe, ese es el escritor Eduardo Mendicutti. Tras llegar a Madrid desde Sanlúcar de Barrameda (Cádiz), sus recuerdos de recién arribado a la capital tienen que ver con «un paseo solitario por la tarde, respirando el primer aire de la libertad. Aquello no tenía precio». Dice Eduardo que Chueca «no era especialmente bonito», aunque sus bares eran «tremendamente excitantes»: «Entrabas con la esperanza de que te pasara lo que no te había ocurrido nunca: ligar con un chico guapo, enamorarte, ser feliz». Hoy, Mendicutti reconoce que sus calles se le antojan «pura nostalgia», y desliza un sentido alegato final: «Antes yo era joven. Y temerario. Ahora estoy más bien asustado por lo que me espera».

Miguel González Sastre, del restaurante El Bierzo.
Miguel González Sastre, del restaurante El Bierzo.

Con 84 años, puede que Miguel González Sastre sea uno de los trabajadores más veteranos de la zona. Al frente del Restaurante El Bierzo de la calle Barbieri desde 1971, ha visto pasar por su negocio lo peor y lo mejor de este pequeño gueto único en el mundo. De los heroinómanos desesperados por un pico de heroína a las comidas de Alfredo Pérez Rubalcaba con sus compañeros de universidad, todavía virgen en los fangos de la política.

«Tengo una jubilación activa: cobro mi jubilación, pero sigo pagando a la Seguridad Social», explica. «Mi mujer falleció hace unos meses. Qué voy a hacer, ¿quedarme en casa sentado viendo como pasa la vida?». Aprovecha Miguel para reivindicarse tras el turno de comidas, sentado en una de las mesas del fondo de su restaurante: «Soy el cocinero más longevo de Madrid. A mi edad, no hay nadie trabajando como yo. Y es que desde las 9 hasta las 12 de la mañana, la cocina es mía. A ver si lo escribes en el reportaje: lo único que espero entes de morir es que me den la Medalla al Mérito del Trabajo. Ponlo, Ponlo». Puesto está, pues. Nota al pie: el pisto es su plato estrella, «pero con calabaza, que endulza más, y no con calabacín, que suelta mucha agua».

Zamorano, llegó a Madrid a buscarse la vida con 16 años. Trabajó en el restaurante de su prima Hortensia, también en las cafeterías de aquellos Talgos nocturnos atestados de coches-cama que serpenteaban España en la Dictadura y más allá... Hasta que por fin se atrevió a emprender en solitario. «En los 70 eran todo drogatas y drogatas. No había trabajo. Uno de los pocos clientes que teníamos era el jefe de personal en una fábrica de perfumes, vivía aquí al lado y venía a cenar todas las noches. Y una vez me preguntó: 'Oye, Miguel, ¿a tí que te parecemos nosotros los gays?'. 'A mi, cada uno, con su cuerpo, puede hacer lo que le de la gana', dije. Y respondió: 'Este va a ser el barrio rosa más importante de Europa, y vosotros vais a ser los más beneficiados'. Y acertó. Poco a poco esto fue cambiando, la droga se fue y los homosexuales le dieron brillo y alegría a todo. Hoy tenemos una clientela gay extraordinaria. Aquí lo que hay es dinero, y donde hay dinero, hay gente y hay trabajo. Por eso es uno de los barrios más caros de Madrid».

Rosa, con su hijo paco en Jeco, tienda de Bellas Artes.
Rosa, con su hijo paco en Jeco, tienda de Bellas Artes.

Otro de los reductos del Chueca auténtico es Jeco, tienda especializada en material de Bellas Artes. Rosa y María son la cuarta generación al frente del negocio, abierto por el abuelo tras los estragos de la Guerra Civil. «Eran tiempos duros, pero se tuvo que buscar la vida... y le fue bien», cuenta Rosa, cuyo imperio está hoy formado por tres locales. Habla con devoción de uno de sus clientes más ilustres, el pintor Antonio López, que cada cierto hace acopio de materiales para sus lienzos. «Aquí nos conoce todo el mundo, desde los estudiantes a los artistas consagrados. Y como somos un negocio tan especializado, resistimos. Pero no todos tienen suerte. Aquí al lado acaban de abrir una tienda de colchones, y cada vez que paso por delante me pregunto:¿Cuántos colchones tienen que vender para pagar un alquiler de 12.000 euros al mes? Ya veremos lo que dura».