La vida de Sofía Cristo, con todos sus incendios, con todas sus cornadas, con todas sus aristas, siempre nos llegó envuelta en el papel cuché de las revistas, como un regalo de Navidad coronado con el lacito del más jugoso de los titulares. Criada en el torbellino salvaje del circo más famoso del mundo, heredó la cara y la cruz de la celebridad de sus padres: Bárbara Rey, actriz y vedette superlativa, y Ángel Cristo, domador de domadores. No tardaron en airearse los malos tratos en el seno de aquella familia subida a un elefante, y las adicciones galopantes de él, como una maldición secular que terminó destripando el clan de arriba a abajo. (Un clan que ayer mismo volvió a revolucionar todas las rotativas del planeta, con la publicacion en una revista holandesa de unas fotos de Bárbara Rey besándose con el entonces rey Juan Carlos I, y que confimaron un romance que todo el país venía rumiando desde hace décadas). Con los años, en una de tantas entrevistas a la hija pródiga, la propia Sofía también se confesó adicta. Y es ahí donde empieza esta historia.
«Yo pruebo las drogas por primera vez con 15 años, pero nunca piensas que vas a ser un drogadicto», explica Sofía a GRAN MADRID. "Y caí de manera fulminante. Porque venía de una familia muy disfuncional, porque tenía muchas inseguridades, porque había determinados episodios traumáticos que la droga, en cierto sentido, escondió debajo de la alfombra. Pero cuando tú pruebas el alcohol por primera vez, no eres consciente de que te estás poniendo en contacto con una sustancia psicoactiva y a partir de ahí entras a jugar en una ruleta rusa: puedes desarrollar la enfermedad o no. Y a mí me tocó».
Repite Sofía la palabra «enfermedad» varias veces a lo largo de la entrevista. Y mete en el mismo saco al alcohol, a los porros, a la cocaína, a las benzodiacepinas... «El sistema de recompensa en los neurotransmisores es el mismo». Punto y final. Y compara la adicción con una relación de amor tóxica con un maltratador: «Al principio no ves los defectos, la droga lo único que hace es abrazarte y darte una falsa sensación de seguridad que no te ha dado nadie antes. Te lleva a cenar, te quiere, te cuida. En una segunda fase empiezas a ver indicios de que algo no va bien, de que la droga comienza a tener demasiado peso en tu día a día, pero puedes seguir haciendo una doble vida. No pierdes tu trabajo, no pierdes a tus amigos. Pero si vas a una cena, estás pensando que el postre va a ser ese gramo. Si bebes dos cervezas, ya estás buscando a ese cómplice con el que vas a pillar. Y por último llega la eclosión, cuando la enfermedad se desarrolla y enseña los dientes. Ahí la droga está por encima de todo lo demás. Hay una rosca, la tenemos todos, y cuando el adicto pasa esa rosca, ya no hay forma de pararlo. La única manera de detener el terremoto es o muriéndote, o entrando en la cárcel, o ingresando en un psiquiátrico o sometiéndote a un tratamiento».
Sofía, DJ profesional, dio «muchos tumbos» hasta que tomó la decisión de ingresar en uno de estos centros. «He llegado a meterme rayas llorando porque no quería hacerlo», recuerda. «Pero tuve un momento de lucidez en el que me rendí, y ahí fue cuando le dije a mi terapeuta: 'Hago lo que quieras, lo que sea, pero sálvame porque me voy a morir'».
De eso han pasado 11 años. Más de una década limpia en la que Sofía, además de dedicarse a la música, ha decidido formarse para ayudar a otros adictos a salir de ese agujero en el que ella estuvo atrapada durante demasiado tiempo. «Nadie lo consigue sin ayuda», insiste. Comenzó a dar charlas de prevención en las que relataba su testimonio como paciente, sobre todo en institutos, y notó que los chavales conectaban con su manera de narrar aquel infierno, de tú a tú, con ese estilo crudo y sin aderezos que tantas veces ha paseado por los platós de televisión. «No sabes cómo se abren conmigo. Siempre les digo a los profesores que se marchen, y me han contado cada barbaridad... Desde confesar trastornos alimenticios a que han intentado autolesionarse, o que tienen un padre maltratador...».
También se sacó la titulación oficial de intervencionista familiar. Y es que estas intervenciones son una de sus herramientas preferidas a la hora de convencer a un adicto de que debe ingresar en un centro para curarse. «Es uno de los actos de amor más grandes que una familia puede hacer por el paciente», cuenta. «Generalmente, alguien de su entorno se pone en contacto conmigo. Y es ahí donde yo empiezo a hacer mi trabajo: hablo con familiares y descubro quién es con el que tiene más conexión, localizo a ese amigo con el que salía de fiesta pero ya no se droga, me pongo en contacto con una ex pareja de la que sigue enamorado... Y fijamos un día para una reunión en la que cada uno tiene muy claro cuál va a ser su papel, lo que le tiene que decir, cómo y cuándo... Está todo muy pensado: desde cómo se colocan las sillas, ponemos algo de picoteo, creamos un ambiente cómodo... Para que todo vaya saliendo a flote y el adicto termine por romperse y acepte que la única salida es ingresarse».
Desde hace algún tiempo, el centro con el que Sofía trabaja es el Instituto Noa, en Sevilla. «Yo a las familias les doy todas las opciones, en función de sus recursos económicos. Si el paciente es de Madrid puede hacerlo en Madrid, por supuesto. Pero es bueno que el centro esté lejos de tu entorno, para que la ruptura con el pasado sea total. Yo recomiendo Noa porque he visto sus resultados, porque aunque estos ingresos no son baratos, allí la calidad-precio es la mejor, y porque además este instituto está asociado con otro centro de salud mental. Y es que hay muchos pacientes que tienen que ser tratados en ambos lugares, porque una vez que se eliminan las sustancias se descubre que hay personas que tienen una patología dual: un brote psicótico, un trastorno límite de la personalidad...».
Mercedes (nombre ficticio) vive en un pueblo de Madrid, y gracias a una de estas intervenciones logró que su hijo, de 44 años y adicto a la cocaína, decidiese ingresar. «Una amiga se puso en contacto con Sofía a través de Instagram y le contó mi caso, porque veía lo que yo estaba sufriendo», explica. «Y fue ella la que me llamó y me dio los pasos a seguir, porque yo estaba tan desesperada...». Fue entonces cuando pusieron en marcha una intervención orquestada por la propia Sofía. «Allí estábamos todos: mi marido y yo, su mujer, de la que se estaba separando y también colaboró mucho, su mejor amigo... Él dice que le hicimos una encerrona, pero bendita encerrona».
-¿Y cómo reaccionó al llegar a casa y encontraros a todos allí sentados?
-Imagínatelo. Entró, nos miró y se fue. Pero su amigo salió detrás de él y consiguió que volviese. Fueron varias horas muy duras, durísimas, en las que todo salió a flote y donde terminamos todos llorando. Incluso mi marido, que se rompió a la primera pregunta... Pero conseguimos que mi hijo se comprometiera a ingresar en un centro. E ingresó.
Hay una escena que Mercedes no ha logrado olvidar. «Cuando entran en el centro están incomunicados, sin móviles, sin nada. Y a los 10 días le dejaron hacer una videollamada con nosotros. Nos dijo a su padre y a mí que nos quería, que le habíamos salvado la vida... Era como un milagro. 'Pero si los milagros no existen', pensábamos, 'cómo es posible que en 10 días esté así'».
Aunque ahora su hijo está en tratamiento ambulatorio en un centro privado de Madrid -«está de baja, pero dice que cuando se cure del todo quiere ser terapeuta»-, Mercedes sabe que el camino es largo.
-¿Es cierto que un adicto lo es para toda la vida?
-A mí no me gusta definirlo así, igual que a una persona con cáncer no se le llama cancerígena -explica Sofía Cristo. -Yo soy una exadicta que lleva 11 años limpia. Y si vuelvo a recaer, entonces sí, volveré a ser adicta. Porque lo más difícil no es dejar las drogas, sino aprender a vivir sin ellas. Tienes que levantarte, hacer tu cama, poner una lavadora, trabajar... Un adicto tiene que aprender a hacer todo eso, que para la gente es muy sencillo, sin estar colocado. Yo, te lo juro por mi vida, jamás había pasado una aspiradora sin ir puesta».
Aunque cursó un Máster de Conductas Adictivas de Drogodependencia. Sofía quiere dejar claro que no es «una intrusa, ni terapeuta». Tan solo «alguien que se ha formado para poder acompañar a las familias, acompañarlas y ayudarles a ponerse en contacto con profesionales». Además de atender a gente por Instagram, Sofía cuenta con un canal de Youtube con la psicóloga Inés Bárcenas, Adictos y Neuróticos, donde comparte experiencias con diferentes invitados. Y es precisamente a través de Instagram donde Pablo (nombre ficticio), recurrió a ella desesperado. «Recuerdo perfectamente mi primera raya, con 17 años, en la discoteca Radical de Torrijos». «Luego fui dando bandazos aquí y allí, robando en una obra cualquier cosa para poder pagarme unos porros... Y veía que mis colegas se sacaban el carné, conseguían curro... Y yo me iba quedando atrás. Y cuando salía, no controlaba. Un día, con el bajón después de una fiesta, le escribí por Instagram: 'Estoy desesperado, ya no sé qué hacer'. Y me respondió: 'Esta noche pincho en tal discoteca de Madrid, ven a verme'. A mí me encanta la música tecno, y además la asocio al consumo. Cuando entré se estaba sonando mi canción favorita, Lover Why, y algo se me removió por dentro. Al verla salir de la cabina de DJ, nos dimos un abrazo y ahí rompí a llorar como un bebé. Me dijo: 'Cariño, tú estás enfermo y la única forma de curarte es ingresando en un centro. Confía en mí'. Yo pensaba: 'Joder, ¿meterme yo ahora en un sitio de yonquis? No será para tanto'. Pero noté algo en ella, en su forma de hablarme, de mirarme... y dije: 'Yo con esta tía voy a muerte'. E ingresé. Lo había intentado de todas las maneras. Yo creo en Dios, entre comillas, e incluso una vez entré llorando en una iglesia diciendo: 'Dios mío, ayúdame, sácame de aquí'».
Pablo está ahora en tratamiento ambulatorio, cuatro días por semana, en un centro privado que le cuesta 600 euros al mes. Y es que la Seguridad Social está masificada y los tratamientos, a menudo, no son personalizados. «Lo que más me costó asumir es que soy un enfermo, un enfermo crónico, y que no voy a poder tomarme una cerveza nunca más, porque sé que si lo hago la recaída está ahí. Al principio era: 'Pero,¿ni una caña?' Pues no. Ni una caña».
Sofía lo confirma, pero sabe que si hace bien el trabajo podrá entrar de nuevo en una discoteca, igual que ella ha logrado volver a pinchar. «Si ella ha sido capaz, y la tengo en un pedestal porque me ha salvado la vida, y sin ella yo no estaría aquí, yo también», dice Pablo. «Sueño cada día con con ese momento en la pista de baile, con la música a toda hostia, sin drogarme. Y voy a conseguirlo».