Perdóname, Señor, por estos pensamientos que a ratos me barruntan el cerebro, como mordiscos de nostalgia en el tuétano, como benzodiacepinas que me anestesian de todos los ruidos del mundo, como bálsamo de todas las fatalidades que me vienen sucediendo. En ocasiones regreso a los 98 días que el BOE nos expolió a cuenta del confinamiento, y de veras que lo siento por el sindiós de muertos que cayeron fulminados por aquel virus engendrado en las entrañas de un murciélago made in China, pero lejos de agarrotarme por el espanto del encierro, que lo hubo, a veces también me sobreviene una paz culpable y maravillosa. Como una leve brisa de sosiego, de olor a bizcocho recién hecho, de Mahou, Netflix y lexatín fundidos en un combo mágico de lisergia.
Cierto es que en los tres meses que pasé acogotado entre las paredes de una casa, la mía, que luego fue mazmorra y calabozo, atravesé todas las fases de la salud mental. La desesperanza, el miedo, el tedio y la ira fueron dando paso a estados más complejos de la psique humanoide. La obscena dejación de la higiene y el vestir, las compulsiones gastronómicas, las litronas en el desayuno y el café con tostadas con el informativo de las nueve, tras los aplausos sanadores, cuando Pedro Piqueras hacía el recuento de muertos como un niño de San Ildefonso vomitando números del bombo de la suerte.
Tuve tiempo de sobra para ir coleccionando momentos delirantes que jamás volverán a repetirse. Los gintonics por Zoom con amigos cada sábado por la noche con el ansia de cuando éramos vírgenes de casi todo, pues de pronto tuvimos que aprender a vivir y a beber de nuevo; los atracones de arroz con leche que deglutía en calzoncillos de la misma cazuela, sin atisbo ninguno de remordimiento, a las horas más intempestivas; los vídeos de fitness de negros sabrosones que yo repetía con energía chispeante sobre mi alfombra cansada, persa, desvaída.
Todos tenemos una canción que nos devuelve a los días grises, y no tan grises, del confinamiento. La mía es Habaneras de Cádiz, de María Dolores Pradera, que repetí y repetí y repetí ahogado en ginebras hasta que apenas me quedó un hilo de cordura que me mantuvo aferrado a la Tierra. También tengo mis series de cabecera, en este caso dos; Emily in París para los días de encefalograma plano -sin duda los mejores- y Narcos para cuando la rutina se me ponía algo más turbulenta. Qué letanía feliz terminó siendo aquel silencio atroz de ese Madrid donde nunca pasaba nada, como un líquido amniótico suave y tibio como el más plácido de los embarazos. Como cantaba Rocío Jurado, qué no daría yo por regresar de nuevo... Unos días nomás, como un retirito detox en la Clínica Buchinger de Marbella.