A Nuptial Golet, la ruleta del amor, esa que en Netflix gira como si nada en cualquier película romántica de manta y palomitas, le dio un revolcón con tanta furia, tanta rabia, tanta fiebre, que terminó descabalgándole la vida como un tornado del que todavía sigue recomponiendo pedazos, traumas, pesadillas, memorias como piedras. Para entender todas las hiladuras de este calvario hay que viajar hasta el corazón de África y sus códigos, sus usanzas, sus acervos. En 2019 Nuptial decidió emigrar de su Congo natal a Senegal para estar más cerca de su novia y huir de las rígidas tradiciones de su familia, para la que la homosexualidad era la peor de las deshonras.
«En Dakar trabajé en una peluquería, mi chica y yo vivíamos felices. Pero a los dos años volvimos en secreto a mi país». Este regreso clandestino, sin embargo, saltó por los aires una noche de fiesta. «Un grupo de amigas salimos a un club, habíamos bebido y bailando, estábamos contentas, mi novia y yo nos besamos...». Alguien grabó aquel baile, o acaso el beso, y lo subió a Facebook. Y el vídeo se viralizó como la pólvora en el infierno. «Cuando mi familia se enteró, empezó mi pesadilla». Aunque la homosexualidad no está tipificada como delito, sí que es un estigma para los sectores congoleños más conservadores, que pueden tomarse la justicia por su mano sin que haya consecuencias penales. Su voz empieza a quebrarse a mitad del relato. «Como mi padre ya había muerto, mi madre y mis tíos comenzaron a buscarme por todas partes para hacerme un exorcismo». Uno de sus tíos llegó a amenazarla con quemarla viva, pues sólo así acabaría con el ultraje de una lesbiana en el seno de su linaje.
-¿En qué consistía ese exorcismo?
-Te encierran en una iglesia y, además de hacerte todo tipo de rituales, dejan de darte comida, porque creen que eres una bruja y tienes dentro un espíritu maligno. El espíritu de la homosexualidad. Y así, cuando el espíritu no tiene con qué alimentarse, termina por abandonar tu cuerpo.
Nuptial apenas aguantó dos meses aquella persecución a vida o muerte. Consiguió un visado falso a través de las mafias, que le pidieron 5.000 euros para huir de África y ponerse a salvo. En 2022, tras una escala en Dubai, aterriza en Barajas, donde es descubierta por la Policía y decide pedir asilo, «pues mi vida corría peligro por mi condición sexual». En mitad del océano de burocracias, vive primero en Barcelona, donde tuvo «algunos problemas» que la empujaron a emigrar a París, donde volvieron a despuntar las pesadillas. «Allí vivía en un centro donde un chico somalí mató a su compañera de habitación con un cuchillo. Vivía con tanto miedo que tuve una depresión. No pude quedarme allí. Y volví a pensar en Madrid».
Es en la capital de España donde entra en escena la ONG Rescate, una asociación que desde 1960 se dedica a atender a personas migrantes y refugiadas, y que pone especial foco en el género; eso es, a las mujeres víctimas de violencia de género o al colectivo LGTBI. «A veces es difícil establecer fronteras», explica Israel Pedrosa, responsable de Sensibilización y Voluntariado de la entidad. «Nos encontramos con personas que, por ejemplo, están atravesando una guerra, o que huyen de su país por una persecución política, pero cuando llegan aquí e inicias la intervención, se le suma otro factor de vulnerabilidad, y es que es una persona LGTBI, pero lo ha guardado en secreto porque le daba mucho miedo hablarlo en comisaría».
Para que una persona migrante como Nuptial solicite asilo y entre a forma parte del sistema de protección internacional y la red nacional de acogida (financiada por el Estado con la ayuda de organizaciones como Rescate), se tienen que dar una serie de condiciones que se recogen en la Convención de Ginebra: que tengas fundados temores de ser perseguido por motivos de raza, religión, nacionalidad, opiniones políticas o pertenencia a determinado grupo social, como es el colectivo LGTBI. Israel, que por su trabajo en la ONG ha conocido casos terribles -en 2023 Rescate atendió a 1285 personas-, recuerda uno con especial emoción: «Era un chico de Nigeria al que su familia, tras descubrir que era gay, ató a un árbol por los pies y le llenó de machetazos. Huyó desde el puerto de Lagos agarrado a la pala de un barco, con medio cuerpo dentro del agua y la otra mitad fuera. El barco iba a Rusia, pero por una suerte del destino paró en Málaga tras nueve días, y por eso logró sobrevivir. Iba con dos chicos más que fallecieron en el trayecto. Todavía hoy, cuando hablas con él, se emociona; le daba igual morir en el mar que morir en Nigeria, porque ya lo tenía todo perdido».
Pero volva
mos a Nuptial. Una vez que se le concedió el asilo, adquirió el estatus de refugiada. Y entró en la maquinaria oficial de la red nacional de acogida, en este caso de la mano de la ONG Rescate, que acaba de recibir el premio Alan Turing por su labor de ayuda al colectivo LGTBIQ+. Durante 18 meses, tal y como establece la ley, bajo el paraguas de esta ONG recibirá alojamiento y manutención, clases de español -que ya habla con bastante fluidez-, cursos de formación, asesoría jurídica... «Cuando llegué a Madrid tenía miedo de quedarme sóla en un ascensor, de caminar por un parque... Pero tengo un psicólogo que me está ayudando bastante. Y comparto piso con otras cuatro chicas que son fantásticas, nos ayudamos las unas a las otras como una familia. El otro día fui a Chueca con una de ellas, una guineana, y fue increíble. A veces voy también a Gran Vía...».
-¿Y cómo vamos de amores?
-Bueno, tengo Tinder... pero nada serio. Ahora quiero pensar en mí. He hecho formación sociosanitaria y el mes pasado estuve cuidando a una persona mayor. Pero mi sueño es trabajar en un salón de uñas. Ser una nail artist.
Valentin Karimov y Vladimir Khaliavka huyeron de San Petersburgo a finales de 2023. La fecha no es casual. El 30 de noviembre, el Tribunal Supremo de Rusia prohibía el movimiento LGTBI y lo declaraba como «una organización extremista». Era la gota que colmaba el vaso a años de hostigamiento al colectivo. «Cualquier exhibición, desde un beso en público, llevar una pulsera con la bandera del arcoiris, un libro de temática gay y, no digamos, una manifestación, es considerado propaganda, pornografía, perversión de menores... casi pederastia», explica Valentín, médico de profesión. «Si vamos a un club gay y nos coge la Policía, como se nos consideran extremistas, la pena que se pide es de 20 años de cárcel».
«Pero el mayor peligro es la población, que puede delatarte o agredirte sin consecuencias», apunta Vladirmir, que en Rusia trabajaba como optometrista. «Poco antes de venir, yo estaba en un bar gay y salí a fumar un cigarro cuando un hombre, sin mediar palabra, me rompió la nariz de un puñetazo. Y no pudimos hacer nada. Por eso lo dejamos todo y nos fuimos».
Al llegar a Madrid, Valentin y Vladimir solicitaron protección internacional, y mientras el Estado estudia su caso, es la ONG Rescate quien les tutela durante este tiempo. En primer lugar, ofreciéndoles un piso compartido con más refugiados en Ciudad Lineal. Valentín explica emocionado sus avances con el español: «Ayer aprobé el nivel 1 y mañana empiezo en el nivel 2». Y aunque descarta regresar a la medicina -tengo una discapacidad tras superar un covid que me ha dejado muchas secuelas-, ya barrunta algo relacionado con la hostelería. «Se me da muy bien hacer pasteles», explica mientras muestra una cuenta de Instagram en la que sube todas sus virguerías culinarias.
Vladimir, sin embargo, está más centrado en el día a día. «Yo no soy tan valiente como él, y a mí esta mudanza, el choque cultural, me está afectando», confiesa. «También el español se me está atascando, y si no avanzas con el idioma, es más difícil avanzar. Pero estoy trabajando con la psicóloga de la ONG. Poco a poco».
Ambos han ido a Chueca para tomarle el pulso al Madrid más libre y descarado, e incluso pudieron desfilar en el último Orgullo Gay (por supuesto, muestran la foto de rigor sin camiseta, con el rostro empapado en purpurina, abrazados, sin esconderse, en el verano caliente y sin complejos de la capital). El choque con la realidad rusa, claro, fue brutal. «A mí todavía me cuesta ir con él de la mano por la calle», reconoce Valentin. «Y eso que en Madrid jamás hemos tenido ningún problema con nadie». «En Rusia nos faltaba el oxígeno», concluye Vladimir. «Llevábamos 10 años juntos y estábamos hartos de mentir a todo el mundo, de decir que éramos primos, que éramos amigos, que éramos compañeros de trabajo... No se puede vivir así».
María (nombre ficticio) es una mujer trans colombiana que ha pasado un auténtico periplo hasta llegar aquí. Desde su infancia en Cali, una de las ciudades más peligrosas del país y de la que su familia tuvo que emigrar para protegerla, pues ya con 10 años confesó su verdadera identidad, al calvario del proceso de hormonación. «Alos 16 años empecé a autohormonarme sin supervisión, porque la Sanidad pública pone muchísimas trabas», explica. Es en la adolescencia cuando María empieza a involucrarse en proyectos de activismo local relacionados con la preservación de pueblos indígenas en la selva colombiana. Eso complicó su situación, y terminó solicitando asilo en España junto a su madre y su hermano, menor de edad. Cuando llegaron las resoluciones, a su madre y a su hermano ese asilo les fue concedido, pero a María no. La ONG Rescate recurrió y se lo volvieron a denegar a pesar de su condición de persona trans, y de las amenazas que recibió en Colombia. Amenazas, además, que llegaban en una doble dirección: de entornos paramilitares por su activismo y de los sectores más homófobos por su género.
«Que yo sea trans parece que no es motivo suficiente para haberme sentido perseguida e incluso haber temido por mi vida. Cuando llegué a Madrid tuve que vivir en la calle. Y ahora, sin el asilo, no puedo cambiar mi nombre en el DNI, y por lo tanto no puedo avanzar en mi cambio de sexo, ese que me permita tener una vida digna». Mientras habla, enseña decenas de papeles y documentos oficiales a modo de testamento vital de este galimatías legal que nadie comprende. Termina rompiéndose y tenemos que parar la grabadora. En 10 minutos tiene cita con la abogada de la ONG. Se seca las lágrimas. Se disculpa. Y aún le quedan fuerzas para sonreír.