El acuerdo entre el PSOE y Junts para la delegación de la competencia de inmigración a la Generalitat de Cataluña ha suscitado muchas y fundadas críticas. No solo la oposición, sino también figuras destacables del PSOE y de los partidos que sostienen a Pedro Sánchez han expresado su rechazo. No es la primera vez que el Gobierno cambia de opinión y acomete políticas que prometió no acometer o que meses antes consideraba contrarias a la Constitución. Tampoco sorprende que la Moncloa, Ferraz y el nutrido grupo de voluntariosos opinadores afines estén intentando que nos centremos en debatir sobre argumentos técnicos relativos al encaje constitucional de la medida, desviando así la atención del fondo del problema.
Lo que debería preocupar no es tanto el cómo se intenta dar encaje legal a esta delegación, sino por qué se decide y cuáles serían sus consecuencias para nuestra sociedad. Parece evidente que esta propuesta no es fruto de ninguna evaluación de necesidades ciudadanas, ni está basada en análisis alguno de buenas prácticas en otros países vecinos, ya que ninguno delega a sus regiones los poderes en materia de inmigración que se planean otorgar a Cataluña. Tampoco parece ser fruto de un debate o necesidad ideológica de corte progresista. Más bien al contrario.
Esta medida ahonda en la desigualdad territorial. Los catalanes seguirán participando en las decisiones sobre acogida y contrataciones en origen de migrantes en el resto de las comunidades autónomas, pero no a la inversa. Más grave aún: se introducen limitaciones a la movilidad de los refugiados e inmigrantes. Si estos necesitasen mudarse desde cualquier parte de España a Cataluña tendrían que solicitar un nuevo permiso a la Generalitat. No sabemos el coste ni el plazo de resolución de esos nuevos trámites, pero, ateniéndonos al discurso de Junts, restringir es reducir la llegada de inmigrantes.
El partido de Carles Puigdemont repite que el catalán será requisito para obtener un permiso de residencia. Esto implica una clara discriminación por motivos lingüísticos. Un inmigrante hispanohablante que no supiese catalán tendría más difícil residir en Cataluña que uno que no supiese una palabra de español, pero que chapurrease el catalán. Desde el Gobierno desmienten que la lengua pueda ser un requisito para obtener la residencia, pero dejan la puerta abierta a que sea un criterio básico en las evaluaciones de las solicitudes de residencia y procesos de expulsión. Es decir, aunque no se establezca como requisito sine qua non, todo parece indicar que el catalán será un criterio decisivo, como ya lo es en múltiples oposiciones a puestos de la Administración pública.
Con todo, más llamativo aún es el blanqueamiento que hace el PSOE de discursos que tradicionalmente consideró reaccionarios. En su comunicado de prensa conjunto, PSOE y Junts utilizan como justificación que «el 18% de la población catalana tiene nacionalidad extranjera» y que «si nos fijamos en el lugar de nacimiento, este porcentaje se eleva hasta el 25,1%», y se hace referencia a «la necesaria plena integración en el país, incluida la integración lingüística».
Conocer la lengua oficial no es requisito para poder residir en España (ni casi en ningún país del mundo). Son los partidos de ultraderecha xenófoba los que aluden a la necesidad de «integración» para solicitar restricciones a los movimientos de personas. Esta eufemística «integración lingüística» busca consolidar el catalán como «lengua preferente». Se asume una diglosia en la que el catalán es la variedad lingüística alta -que se deberá usar en todos los ámbitos formales (educación, administración, política), y por tanto operaría como requisito para integrarse- y el español, la variedad baja -que quedaría reservada sólo a interacciones informales y no sería considerada necesaria para la integración-.
Esta medida parece alumbrada por la confluencia de dos interpretaciones de la política contrarias al pensamiento progresista. Por un lado, el Gobierno exhibe una concepción transaccional, al sacrificar los principios ideológicos, interés general y promesas a cambio del apoyo de siete diputados. Por el otro, una interpretación «nativista» de la sociedad, al asumirse jerarquías basadas en rasgos etnolingüísticos e intentar frenar la llegada de inmigrantes por considerarlos una amenaza a la identidad.
El nativismo es una ideología que defiende anteponer los intereses de los habitantes «nativos» de un territorio frente a los de los inmigrantes, a quienes considera una amenaza existencial para la población «autóctona». El nativismo se asocia a los partidos populistas de derecha radical y ha emergido en distintos contextos y épocas. Por ejemplo, en el siglo XIX grupos nativistas norteamericanos cuestionaban la llegada de católicos irlandeses y alemanes, porque diluían la cultura anglosajona protestante. Mientras, en Francia se consideró una amenaza identitaria la llegada de inmigrantes italianos y belgas.
En el siglo XX son tristemente conocidas las políticas nativistas contra judíos, gitanos y eslavos en la Alemania nazi. También los movimientos contra la llegada de mexicanos a Estados Unidos o contra inmigrantes de las antiguas colonias en el Reino Unido. Más recientemente, las ideas nativistas articuladas en los influyentes libros Eurabia (2005) de Bat Ye'or y Le Grand Remplacement (2011) de Renaud Camus aluden a un proyecto conspirativo de sustitución demográfica y cultural en Europa a través de la inmigración masiva de poblaciones musulmanas.
En España concurren dos versiones de argumentos nativistas de reemplazo demográfico: una islamófoba y otra hispanófoba. Desde Vox se habla de «una voluntad real en Bruselas de poner en marcha un reemplazo poblacional en Europa» y de «una invasión por sustitución» en referencia a los inmigrantes musulmanes. Sílvia Orriols, de Aliança Catalana, combina ambas y afirma que para preservar nuestra civilización «la islamofobia se convierte en un deber» y que el Estado español quiere aniquilar a los catalanes a «través de una sustitución demográfica, lingüística y cultural». A esta versión hispanófoba se unen Junts, ERC y CUP, que asocian el uso del catalán y el independentismo con la verdadera catalanidad. A quienes no siguen estas pautas se los tacha de «colonos», «ñordos» o «charnegos». Alusiones a que nacer en Cataluña no te hace catalán y expresiones como parla catalá o emigra son tristemente frecuentes.
El nativismo ha sido una constante en el nacionalismo vasco y catalán desde sus orígenes. Las ideas abiertamente racistas y antiinmigración de Sabino Arana fueron retomadas en los años 30 por los Jagi Jagis, una facción ultracatólica del PNV, y posteriormente influyeron en ETA y en su entorno, que siguieron considerando a los llegados de otras partes de España como colonizadores y como una amenaza.
En Cataluña se promueve el nativismo hispanófobo desde el siglo XIX. Por ejemplo, el escritor Pompeu Gener defendía la superioridad de la «raza catalana» y el psiquiatra Domènec Martí i Julià solicitaba impedir la entrada de los españoles al considerarlos «degenerados» y «biológicamente contaminados». El lingüista y político de ERC Antoni Rovira i Virgili se refería a la inmigración como «invasión» o «infiltración». El también republicano Pere Rosell i Villar hablaba de «raza invasora». L'Estat Catalá, revista de Francesc Maciá, describía a los españoles como «microbios», «plaga» o «flora inmunda». El estadístico Josep Antoni Vandellós, preocupado por la baja natalidad y la inmigración, alertó de una sustitución demográfica e hibridación genética. Junto a otros intelectuales, como Pompeu Fabra y Jaume Pi i Sunyer, firmó el manifiesto Por la conservación de la raza catalana en 1934. En los años 60 y 70 se popularizó la teoría conspirativa que explicaba la llegada de trabajadores a Cataluña como un plan franquista de sustitución demográfica. No es necesario recordar los exabruptos nativistas de Heribert Barrera, Jordi Pujol, Quim Torra, Oriol Junqueras y otros muchos de los políticos y activistas nacionalistas del periodo democrático.
En resumen, el Gobierno no solo está cediendo competencias, está también cediendo en un debate ideológico y blanqueando el marco interpretativo nativista que el propio PSOE ha hecho gala de combatir hasta ahora. Es importante recordar que las identidades y las culturas no son estáticas. Las políticas que buscan atajar la evolución de dichas identidades y homogeneizar al pueblo suelen atentar contra las libertades. Desgraciadamente, serán otra vez los más vulnerables, refugiados e inmigrantes, quienes sufrirán las consecuencias.
José Javier Olivas Osuna es profesor del Departamento de Ciencia Política y Administración de la UNED, doctor por The London School of Economics and Political Science