OPINIÓN
Tribuna

Lecciones de un Tocqueville revisitado

¿Qué diría Tocqueville hoy viendo a un Trump enardecido firmando decenas de órdenes que afectan al comercio mundial? ¿O si viera a nuestro Sánchez gobernando con un remedo letárgico de Parlamento?

Lecciones de un Tocqueville revisitado
LUIS PAREJO
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El primer tomo del libro de Alexis de Tocqueville De la démocratie en Amérique se publicó en 1835 y el segundo cinco años después. Con ellos entra en la escena de la teoría política una nueva visión de la democracia entendida como un régimen de masas. Nace como consecuencia de una visita que el autor, con su amigo Gustave de Beaumont, hizo a Estados Unidos (en formación, con 24 Estados miembros) para conocer el régimen penitenciario. Pronto, su inquietud quedó atrapada por el espectáculo que tenía ante sus ojos, tan distinto de las torceduras históricas que padecía su patria.

Su idea de la democracia americana es el punto de partida. Una democracia que ya no es la forma de gobierno que puede aplicarse a pequeñas colectividades (tal como está en Rousseau), sino que se afianza en grandes espacios territoriales: «En América el pueblo nombra a quien hace la ley; conforma al tribunal que castiga sus violaciones... es, pues, el pueblo quien dirige y, aunque es una forma de gobierno, no hay ninguna duda de que las opiniones, los prejuicios, los intereses e incluso los padecimientos del pueblo no constituyen obstáculos que le aparten de dirigir a diario la sociedad».

Ahora bien, Tocqueville no es un observador bobalicón del sistema americano. Por eso no se le escapan sus grietas y nos las enseña de manera cruda. Resueltamente afirma que la elección de funcionarios temporales y la atribución de poderes al Ejecutivo dañan la independencia de la dirección política. Pero, sobre todo, su crítica apunta hacia un objetivo bien actual, y no solo en América, siendo el caso español especialmente clamoroso: las personalidades sobresalientes en pocas ocasiones son llamadas a dirigir los asuntos públicos, debido a la falta de atractivos de la carrera política, mientras sí se multiplican en los negocios privados. A ello se añade la escasa cualificación de los electores para valorar a los candidatos y analizar los problemas, lo que conduce a elegir representantes mediocres. ¿Qué diría hoy de la acción destructora de las redes sociales, esos albañales, donde se insulta y se destruyen reputaciones frívolamente y tras el anonimato?

La multiplicación de las elecciones, que proporcionan al cuerpo electoral posibilidades de participación, al mismo tiempo colocan a la sociedad en un estado de ánimo de «exaltación febril». Por si fuera poco, los Gobiernos democráticos no son inmunes a la corrupción; antes al contrario, caen en ella con normal anormalidad.

Tocqueville se pregunta también por qué en la democracia se expanden las funciones del Estado y, con ellas, los gastos públicos. La razón se encuentra en que este régimen político se esfuerza en conseguir el bienestar de los ciudadanos a través del reparto constante de dinero y limosnas. ¿No es este el sentido, en la actualidad, del cheque-bebé, de la filantropía indiscriminada de gobiernos como el nuestro cuando se oye el tamborileo de las elecciones?

De otro lado, el deseo de alcanzar mejoras y los esfuerzos por presentar novedades atractivas impulsan a los gobiernos a ampliar sus competencias y a fomentar las tenaces demandas de ciudadanos que reclaman la atención hacia sus propios intereses (el tan descarado ¿qué hay de lo mío?). Y lo curioso es que el poder público cede ante ellos, como cede y claudica en España ¡y de manera obscena! ante las extorsiones de los separatistas. Más aún: lo peor de la frecuencia de los períodos electorales y, por consiguiente, la brevedad de los mandatos, es que provocan el deterioro de la calidad de las leyes, pues el corto plazo se impone al largo. El presente cede ante las necesidades del futuro. ¿Nos suena este reparo en la España actual de leyes-chapuza como la del sí es sí?

Una realidad que se confirma cuando de los gastos militares se trata. Para afrontarlos, los pueblos gobernados democráticamente están menos preparados que aquellos que se rigen por modos autoritarios, más capaces de afrontar realidades adversas sostenidas en el tiempo que exigen el empleo de muchos hombres y de cuantiosos medios. Por tanto, colocan a las democracias en una situación de inferioridad.

Sin embargo, lo más acerado de la pluma de Tocqueville se advierte cuando nos previene del peligro de la conversión de una democracia en tiranía, cuando se elige entre «la liberté démocratique ou la tyrannie démocratique». Y anota: «Lo que más me repugna de América no es la amplia libertad de que allí se goza, sino las escasas garantías existentes para defenderse contra la tiranía». El riesgo del abuso de poder está siempre presente, de manera que su buen uso es una casualidad cuando las instituciones políticas, las costumbres y los usos no contienen mecanismos de seguridad contra el poder omnímodo de la mayoría.

Esta «tiranía de la mayoría» es uno de los puntos centrales en Tocqueville pues se trata «del peligro más grande para las repúblicas americanas». A ella le imputa el menoscabo de la vida intelectual. Combatir la falta de sentido crítico, la generalización arrasadora, es el gran desafío frente a lo que también denomina el «autoritarismo paternalista». La explicación es muy sencilla: «No hay monarca tan absoluto que pueda reunir en su mano todas las fuerzas de la sociedad y vencer las resistencias como puede hacerlo una mayoría revestida del derecho de hacer las leyes y ejecutarlas». En la América que él contempló, «la mayoría traza un cerco formidable alrededor del pensamiento».

Con pluma brillante, argumenta: «Bajo el Gobierno absoluto, el despotismo, para llegar al alma, hería groseramente el cuerpo, y el alma, escapando a esos golpes, se elevaba gloriosa sobre él. Pero en las repúblicas democráticas no actúa así la tiranía: deja el cuerpo y va derecha al alma. El amo ya no dice: o pensáis como yo, o moriréis, sino sois libres de pensar, respetaré vuestra vida y vuestros bienes, pero desde hoy sois extraños entre nosotros ... seguiréis viviendo entre los hombres, pero perderéis vuestros derechos de humanidad... Id en paz, os dejo la vida, pero una vida peor que la muerte».

Cita al efecto Tocqueville el caso de la Francia de la monarquía absoluta: en ella, Molière representaba sus obras, mordaces y críticas, en el palacio donde habitaba Luis XIV. Sin embargo, el poder que domina en Estados Unidos «no consiente que se mofen de él». Y añade: «el reproche más leve le hiere y la menor verdad punzante le enfurece».

Terribles admoniciones que tienen su más expresiva ratificación actual en los estragos de la (in) cultura que se ha dado en llamar de la cancelación, en puridad, censura inquisitorial, así como en el gesto siempre áspero y amenazante de Donald Trump.

Y, redondeando sus argumentos, en torno a la mediocridad de los dirigentes políticos, apunta: «Creo que el escaso número de hombres notables que aparecen hoy en la escena política se debe atribuir a la acción del despotismo de la mayoría». En épocas fundacionales, «los hombres célebres tuvieron una grandeza propia: difundieron su brillo sobre la nación, y no lo tomaron de ella». Para, al final, dictar su sentencia esencial: «No conozco más que un medio para impedir que los hombres se degraden, el de no conceder a nadie, con la omnipotencia, el poder soberano de envilecerlos».

Han pasado casi dos siglos desde que fueron escritas. ¿Qué diría Tocqueville hoy viendo a un Trump enardecido firmando, por sí y ante sí, decenas de órdenes ejecutivas que afectan al comercio mundial o al tamaño mismo del Estado y mostrándolas desafiante a las cámaras? ¿Qué diría al ver al mismo bravucón personaje modificando arbitrariamente tales órdenes o fijándoles plazos de vigencia de uno o dos meses? ¿O contemplando cómo impulsó el asalto al Capitolio porque no le gustaron los resultados electorales y luego indultó a los protagonistas del desafuero?

¿O si viera a nuestro Sánchez gobernando con un remedo letárgico de Parlamento? ¿Y ocupando las más altas y neutrales instituciones con sus amigos, a veces, concienzudos ignorantes? ¿O a los ministros y diputados zahiriendo a los jueces desde aquellos lugares donde la palabra ha de ser cuidada como se mima la piedra que ha de estilizarse en joya?

Tocqueville, como todos los clásicos, nos amonesta y nos enseña. Pero ¿alguien lee a Tocqueville en tiempos de bravatas, simplezas mitineras de fin de semana y retóricas chapuceras y precarias?

Francisco Sosa Wagner es catedrático universitario. Su último libro, con Mercedes Fuertes, se titula Clásicos del Derecho Público, II (Marcial Pons, 2025)