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Felipe VI, un Rey necesitado de encontrar su sitio en Iberoamérica

Para el titular de la Corona, ser un actor relevante en toda la región es un anhelo fundamental

El Rey Felipe, junto a Doña Letizia y Leonor, el sábado en  Villagarcía de Arousa.
El Rey Felipe, junto a Doña Letizia y Leonor, el sábado en Villagarcía de Arousa.EFE
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Entre susto y muerte, no se sabe si es peor que la presidenta electa de México haya vetado al Rey a su toma de posesión -a la que eran bienvenidas figuras tan recomendables como Putin-, o que se le hubiera dedicado a Don Felipe la misma encerrona que le preparó, por ejemplo, aquel mandatario peruano que en su puesta de largo dio un ejemplo de mala educación como pocos y aprovechó que tenía al Monarca a escasos metros para cantarle las cuarenta por no se sabe qué de sus tatarabuelos.

Se ahorra el Rey un mal trago, pero se engaña quien crea que se ahorra un disgusto. Porque tanto da que AMLO y su sucesora sean o dejen de ser un par de zoquetes. La realidad es que para el titular de la Corona española ser un actor relevante, de influencia y de prestigio en toda la región iberoamericana es un anhelo fundamental, y malo es para él que muchas cosas en política exterior se estén haciendo tan desastrosamente mal como para dejarle fuera de juego en varias de esas naciones hermanas, como se dice con no poca pedantería.

No cabe tomarse el episodio neoazteca ni a la ligera ni como un asunto aislado. El izquierdismo indigenista mal entendido, tan revisionista como revanchista y oportunista, ha visto en nuestra Monarquía una jugosa cabeza de turco. Y ni antes Rajoy ni desde luego Sánchez han movido un dedo para diseñar junto a la Corona alguna estrategia que devolviera al Rey, como antaño, un papel regional que contrarrestara tanta falacia y mala prensa.

En su primer cruce del charco como Jefe de Estado, en 1976, Juan Carlos I dejó clarinete su vocación por ser un agente activo que tendiera puentes entre España y las naciones -cada una de su madre y de su padre- de la comunidad con la que compartimos los mayores lazos históricos y sentimentales. Y aún no se lo encomendaba la Constitución, que no existía. Anunció su deseo de organizar una magna Exposición Internacional Iberoamericana, como habían hecho sus antepasados. Luego, es sabido, el Rey, siempre en busca de un sitio -no se crean los espectadores de Broncano y cía que a lo único que se dedicó el hoy Emérito fue a quedar con Bárbaras y Corinnas-, se inventó aquello de las Cumbres Iberoamericanas, respaldado por Felipe González y por el presidente mexicano de entonces.

Erre que erre, pasito a pasito, Juan Carlos I gozó de un protagonismo en Iberoamérica que a España le vino de perillas. Se echa en falta que Felipe VI encuentre un lugar en un escenario donde una institución simbólica como la Corona podría pintar bastante más. No puede ser que se reduzca su función a mandarle a tomas de posesión de líderes más o menos malencarados. Y para ello se antoja necesario un poco más de inteligencia en Zarzuela y en Moncloa. No dudó Juan Carlos I en 1990 en lamentar los abusos a indígenas en "el encuentro entre dos mundos" y los "excesos de ambiciosos encomenderos y venales funcionarios que, por la fuerza, impusieron su sinrazón". A ver si ahora, tan testosterónicos allí como aquí, en vez con la cabeza sólo cabe la diplomacia nacida de las partes pudendas.