Sólo cabe dar gracias a Annie Leibovitz por que haya venido en nuestro auxilio con la que está cayendo. El estado colectivo de obnubilación desde que se presentaron sus retratos de los Reyes permite digerir mejor el vodevil de Lobato, la trama Koldo, los soplos de Aldama y aun la desesperación latente de los afectados por la DANA que, un mes después de la devastación, empiezan a olerse que les pase lo mismo que a los vecinos de La Palma en lo referente a tanta promesa de ayudas.
Lo de Leibovitz es genialidad pura. Podrán gustar más o menos sus cuadros-fotografías, a Arcadi sin ir más lejos el retrato de Letizia le parece de poca importancia, pero la autora ha logrado no sólo que todo quisqui lleve días hablando de ellos, sino también provocar un debate metafísico acerca de la Monarquía y de los atributos que la caracterizan. Y ya es marciano que eso lo genere el trabajo de Leibovitz, quien pajolera idea ha demostrado tener de tan singular institución, más allá de la tontorrona y romantizada fascinación que seguramente le despierta. De su ignorancia hizo gala cuando en 2007 retrató a la reina más reina, Isabel II, y tuvo la osadía de decirle a Su Graciosa Majestad que si tenía a bien quitarse la tiara favorita de la reina María que llevaba, porque tanto brillante junto a la aparatosa capa de la Nobilísima Orden de la Jarretera y las tropecientas medallas símbolo de su soberanía que le colgaban de la pechera le resultaban a la artista demasiado pastiche. Uno se hubiera endeudado por presenciar a la monarca torciéndole el morro al espetarle lo de "¿pero usted sabe qué es esto?", atornillándose a la cabeza aún más la espléndida tiara de las Niñas de Gran Bretaña e Irlanda. Pues otro tanto, es de suponer, le pasaría a doña Annie cuando vio a la Reina Letizia en el Salón de Gasparini con su banda de la Orden de Carlos III y a saber con qué corona, quizá la Flor de lis, que es con la que más se empoderan nuestras consortes.
Pero, a diferencia de Isabel II, no tuvo problema Letizia en desnudarse de accesorios y remar a favor para que la fotógrafa pariera una obra de arte colosal de la esposa de Felipe VI. Primero, y esto no se subraya lo suficiente, porque lo de Leibovitz no son retratos oficiales. Se están comparando estas fotos, mezclando churras con meninas, con los cuadros de los retratistas de cámara que inmortalizaban antaño a los miembros de las familias reales que se repartían el orbe, en los que se resaltaban los valores con los que a cada soberano le convenía adornarse. No es el caso. Pero, además, porque, en plena era de la comunicación de masas, no deja de ser cierto que, irremediablemente, los royals son hoy también competidores aventajados en la esfera de la celebridad. Y ese es un punto a favor de las monarquías parlamentarias respecto a los sistemas republicanos que Leibovitz ha captado a la perfección. Menuda tontunada es ver en Doña Letizia una Reina menos reina por posar para una foto no institucional sin tiara, cuando pocas veces los Reyes han transmitido con más fuerza la verdad que encierra el enunciado constitucional de que el Monarca es símbolo de la nación y, como tal, la personificación del Estado, que con las caras manchadas de barro y unas chamarras como vestuario el otro día en Paiporta.