Aunque la decisión de organizarlo un viernes por la tarde, tras una semana de artillería pesada monárquica -el viaje de Estado de los Reyes a Italia no fue cualquier cosa-, y con un formato bastante sosete, acabaran por desdibujar no poco el acto, el que podemos llamar debut de la Infanta Sofía en solitario en la agenda de la Corona es un acontecimiento de más enjundia institucional de la que se subraya.
No ha cumplido aún los 18 años la segunda hija de Don Felipe y Doña Letizia y nada hace indicar que de momento vaya a abandonar su cómodo repliegue del foco para centrarse en lo que le toca a una chavala de su edad, que son los estudios. Pero no es la Monarquía una institución como cualquier otra. Su naturaleza familiar la hace especialmente singular y todos sus integrantes están llamados a ejercer responsabilidades que en los tiempos que corren requieren no sólo una preparación exigente sino además un profundo compromiso con el servicio en aras del interés nacional. Se repiten sin cesar bobadas como la de que a la Infanta Sofía le toca estar a la sombra de su hermana y bla bla bla. Cuando lo cierto es que el futuro ya ha llegado y lo que le corresponderá en nada a la segunda hija de los Reyes es asumir sus propias tareas de representación de la Corona, naturalmente de índole y carga mucho menos pesadas que las de quien está llamada hoy a convertirse en la futura jefa del Estado, pero no por ello baladíes. Porque la función primordial de la primera de nuestras instituciones -más allá de lo que son mandatos constitucionales tasados al Rey- es la de proyección simbólica, y esa pasa por la labor continuada y el engranaje perfecto de todos los miembros que integran la familia real. Lo que escribió en el XIX Bagehot está plenamente vigente: "Una familia sobre el trono sirve para llevar los rayos de la soberanía hasta las profundidades de la vida común". Nadie crea que en esta primera década del reinado de Felipe VI a la Monarquía en España le ha sido fácil cumplir tal premisa con una Corona jibarizada que sólo contaba como miembros activos con dos y el del tambor. Esto es algo que las mayorías de edad de Leonor y Sofía vienen felizmente a remediar.
No es envidiable en Monarquía alguna el papel reservado a lo que el díscolo príncipe Harry define como "el repuesto". Confiemos antes que nada, y esa impresión da, en que la Infanta española tenga la cabeza mejor amueblada que el segundón de la malograda Lady Di. Aunque tampoco pasa nada por asumir la realidad sin adornos ni edulcorantes y subrayar que en efecto no hay principio más importante en la Monarquía que el de la continuidad dinástica. Y eso es algo que en el presente se garantiza en Leonor pero que también representa su hermana Sofía. Es algo de extraordinaria importancia que exige de ella enorme firmeza. Por desgracia, a estas alturas bien sabemos que en España la Monarquía no es algo que les haya importado demasiado ni a algunas figuras que la encarnaban. Y, por no irnos más lejos, Sofía casi desde su nacimiento acarrea lo de tener que escarmentar en cabeza ajena, obligada como va a estar siempre a no desviarse un ápice del redil para que no se repita jamás un caso como el de su tía, la Infanta Cristina.
Cuando destacamos el primer acto en solitario de Sofía conviene que recordemos, por ejemplo, cómo su padre tuvo que establecer unos nuevos Criterios de comportamiento ejemplar en el seno de la Familia Real que condenan a nuestra protagonista entre otras cosas a no poder ejercer trabajo privado alguno, a diferencia de la libertad de la que gozaron Doña Elena y Doña Cristina -quienes la confundieron inspiradas por lo que veían en casa por puro libertinaje-. Que la Infanta Sofía tenga suerte en el empeño.