Pues va a ser verdad que tenemos un serio problema con las matemáticas. Con la cuenta de la vieja, a Sánchez le sale que en 2025 se cumplirán 50 años de libertad en España, y ahí están Bolaños y compañía como locos organizando actos a cascoporro. Pero como se enteren los del Informe Pisa, definitivamente nos echan de futuros estudios, dándonos por imposible. Muy a finales del año entrante podremos conmemorar el medio siglo desde que expiró Franco, lo cual no nos colocó de inmediato en ningún régimen de libertades, qué más hubiéramos querido, por mucho que al presidente le dé también por reescribir la historia y cargarse de un plumazo la complejísima Transición hacia la democracia. Lo que sí podremos celebrar en noviembre, tan deseosos como estamos de festejos, será el cincuentenario de la reinstauración de la Monarquía en España. Y más bien cabe maliciarse de que la efemérides va a desembocar en un insoportable dolor de cabeza tanto para el Gobierno de Sánchez, si para entonces continúa en Moncloa, como para el mismo Palacio de La Zarzuela. Es lo que pasa en un país tan rarito como el nuestro, en el que la primera institución del Estado cuando no estorba, incomoda.
Sería inconcebible que en cualquiera de las Monarquías de nuestro entorno se pasara por alto una fecha tan significativa como aquel 22 de noviembre de 1975 en el que Juan Carlos I fue proclamado Rey. Con el dictador todavía de cuerpo presente, y tal como él mismo había decretado, el primogénito de Don Juan asumió la jefatura del Estado y, sobre el papel, la práctica totalidad de los poderes de los que había disfrutado Franco. El Reino -que ya lo era este terruño, aunque sin Monarquía- volvía a tener un rey en el Trono. Pero, lejos de lo que en sus mejores sueños había dado por hecho el autócrata, no estaba todo atado y bien atado, no. Juan Carlos I, que había tenido que jurar lealtad a los principios del Movimiento, no tardó ni cinco minutos en mostrar la patita y en traicionarlos, por suerte para todos. Y no reconocerle su extraordinario olfato político, su capacidad de liderazgo y la enorme importancia de su impronta en el camino hacia la democracia y la recuperación de las libertades es, además de un ejercicio de estulticia, muy sintomático de la burricie política en la que nos hemos instalado.
El piloto de la Transición, uno de los mejores reyes de nuestra historia, figura respetadísima durante largos años en el extranjero en quien llegaron a pensar incluso para el Nobel de la Paz, ha tenido también muchos comportamientos deshonrosos e incompatibles con la ejemplaridad y la dignidad que exige la Corona. Él solito se buscó convertirse en un apestado y en tener que penar en el ocaso de sus días en un vergonzoso autoexilio en una de las satrapías árabes, emborronando todavía más su legado y entorpeciendo, que es lo peor, el meritorio esfuerzo de su hijo para renovar una institución que le dejó completamente abollada. Pero nada de eso puede ocultar la otra cara de Jano.
Pocos meses después de su llegada al Trono, en junio de 1976, mientras Arias Navarro pisaba el freno e intentaba que este país siguiera instalado en el franquismo sin Franco -parece que eso será lo que festejaremos en 2025, cualquier cosa-, el Rey se dirigió a las dos cámaras del Congreso de EEUU, reunidas en sesión solemne, en una de las intervenciones más decisivas de su reinado: "La Monarquía se ha comprometido a ser una institución abierta, en la que todos los ciudadanos tengan un sitio holgado para su participación política sin discriminación alguna, asegurando el acceso ordenado al poder de las distintas alternativas de Gobierno, según los deseos del pueblo libremente expresados". Motivos para conmemorar lo que ocurrió el 22 de noviembre del 75 no nos faltan. Ahora, que si la cosa va de celebrar un cumpleaños sin invitar al cumpleañero, casi mejor que no celebremos nada y nos hagamos los suecos -bueno, los suecos no, que en los países nórdicos sí se respeta a la Monarquía parlamentaria-.