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Bajad las armas

La era del Ozempic: hacia un mundo sin gordos

Que este medicamento esté desapareciendo de nuestras farmacias no se debe a una súbita eclosión de diabéticos sino a la eterna pulsión de la vanidad humana. A nuestra sed de validación social

Lalachus triunfó en el especial de Nochevieja desde la Puerta del Sol.
Lalachus triunfó en el especial de Nochevieja desde la Puerta del Sol.EL MUNDO/ RTVE
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Ya falta menos para que los cuadros de Rubens terminen arrumbados en el sótano del Prado, piadosamente cubiertos por un velo de pudor o de censura. Puede que ningún hombre mirara jamás con deseo a las tres Gracias, pero no vamos a negar que las mirara con envidia. En aquella época pocos europeos disfrutaban de tres comidas diarias, de modo que el criterio artístico se rebajó al económico. El ser social determina la conciencia estética, por explicarlo en los términos de un buen marxista.

Hoy la obesidad no es una aspiración sino una enfermedad del primer mundo. El sobrepeso no siempre delata los caprichos del metabolismo o la debilidad del carácter: también el menguado poder adquisitivo de un hogar que no puede permitirse una dieta equilibrada. La comida basura es barata y adictiva como la ruleta de casino de barrio obrero. Hoy los pobres están gordos y el raquitismo se exhibe como signo de instagrámica distinción. Era previsible el triunfo del Ozempic: la solución final contra la grasa.

El principio activo del Ozempic es la semaglutida, que fue sintetizada para tratar la diabetes. Pero que el Ozempic esté desapareciendo de nuestras farmacias no se debe a una súbita eclosión de diabéticos sino a la eterna pulsión de la vanidad humana. A la tiranía del espejo y de la báscula. A la sed insaciable de validación social que define al sapiens. Porque la regulación del apetito y la correspondiente pérdida de peso es el principal efecto secundario de la semaglutida. Enterarse de que la toman Kim Kardashian o Elon Musk debería bastar para disuadir al resto de la especie de prestarse al mismo experimento. Pero resulta que la pastilla funciona sin contraindicaciones serias, y por eso sus descubridores han ganado esta semana el premio Fronteras del Conocimiento. Mucho me temo que nos dirigimos hacia un mundo sin gordos. Y no estamos midiendo bien las consecuencias.

Podríamos perder el tiempo lamentando la hipocresía de una sociedad que clama en público contra la opresión de los cuerpos normativos mientras teclea «O-zem-pic» en privado. Una que da la turra contra la gordofobia pero aplica al Tinder un severo filtro de perímetro corporal. Una, en fin, que aplaude la valentía de Lalachus hasta el exacto instante en que el escándalo esté amortizado y la moda pase de moda. Pero la doble moral del animal humano ya está suficientemente contada.

Mejor pensemos en serio en la victoria definitiva de la delgadez. Recordemos que el prestigio de la simetría obedece precisamente a la sobreabundancia de su contrario. La gracia está en la escasez, razón de que odiemos a las palomas o de que nadie regale sortijas de granito. ¿Qué será de la belleza si se vuelve mayoritaria? ¿Hasta qué punto se devaluará el capital sexual de hombres y mujeres cortados todos por el mismo patrón químico? ¿No habíamos quedado en que la belleza está en el interior? ¿Y qué pasará con los arquetipos literarios de la camaradería y la buena vida? ¿No fue Rabelais quien fundó el humor moderno sobre la base de los atracones bíblicos de Gargantúa y Pantagruel? ¿Alguien imagina delgados a Sancho Panza o a Falstaff? Y si Chesterton hubiera claudicado ante el Ozempic, ¿acaso no se habría secado el manantial de sus paradojas y no se habría convertido en un escritor aburrido, un moralista de vía estrecha?

En nuestros días la esbeltez aún puede ser expresión de fibra moral, la recompensa de un espíritu abnegado: alguien capaz de seguir cumpliendo en abril el propósito gimnástico que se marcó en enero. Por eso hay pocas personas tan atractivas como los exgordos, bellos por fuera y por dentro. Pero cuando no cueste ningún esfuerzo adquirir una bonita silueta ya no podremos orientarnos por el aspecto, y la cara habrá dejado de ser para siempre el espejo del alma (por no hablar del abdomen). Los gimnasios se vaciarán, los nutricionistas engrosarán las listas del paro, las montañas se petarán de alpinistas indiferentes y en las playas ningún cuerpo perfecto llamará ya la atención.

Si la IA acaba sustituyendo nuestras mentes y el Ozempic modelando nuestros cuerpos, a ver cómo rebatimos aquella sentencia del maestro Alcántara: «El ser humano está muy sobrevalorado. Lo que pasa es que ha tenido buena prensa».