El caso de José Bretón es el de un asesino capaz de llevar el crimen hasta el extremo último de la degeneración. Mató a sus dos hijos de seis y dos años con una sobredosis de Orfidal y después los carbonizó en la parrilla de una finca propia. El afán del crimen era destrozar a la madre de las criaturas, su ex mujer, a la que despreciaba, odiaba y temía perder. José Bretón parece un hombre adornado con una rica variedad de complejos y cobardías, algo constitutivo de personalidades psicopáticas. El asesinato zarandeó el país. La frialdad. La mentira. La estupidez. El mal. Ocurrió en 2011. Desde aquel año, José Bretón es uno de esos personajes por los que merece la pena escupir a toda una especie. Hay unos cuantos. Casi habíamos olvidado su existencia, hasta que hace unos días El Confidencial publicó el adelanto del libro que ha rematado el escritor Luisgé Martín: El odio, listo para ser distribuido por la editorial Anagrama.
En el avance, Luisgé Martín despliega algunas claves: durante unos años se carteó con José Bretón, preso ahora en la cárcel de Herrera de La Mancha. En ese cruce epistolar, mas alguna llamada telefónica de ocho minutos, pactaron una cita para consumar el cara a cara en el locutorio del penal. Yo también habría entrevistado, perdonadme, a José Bretón. Pero esto importa poco. Digo que lo habría entrevistado, aunque en verdad no sé para qué. Quizá para confirmar algo que parece asomar en el texto avanzado por Luisgé Martín: no es nadie. Y sin el crimen sería aún más nadie. Apenas un desequilibrado de impulsos mortales, vacío hasta la desesperación. A quién intriga un sujeto así.
El Silencio de los corderos romantizó con eficacia la figura del psicópata y dibujó a Hannibal Lecter como alguien de inteligencia sofisticada, refinado en gustos estéticos, sagaz, manipulador, culto, atractivo. Pero sólo es cine. Buen cine. Lo cierto es que no sé qué nos debe importar de José Bretón porque su encarnación del mal es lamentablemente ridícula. A Bretón sólo lo impulsó el odio a su ex mujer. Un odio gigantesco, obsesivo, perpetuo, emperchado de debilidad, leproso. El odio cutre de un asesino narcisista convencido de que merece abrir el telediario, porque su triunfo se extrema y prolonga si televisiones y periódicos lo llevan a portada. Poderosa podredumbre de mediocre.
Insisto: no me parece que José Bretón tenga interés. Es un humano altisonante sólo porque ha hecho algo que no hacen habitualmente los humanos: matar a los hijos. Por lo que he leído de él es una veleta desmontable, mal atornillado al mundo por falta de expectativas, por carencia de mundo. En las primeras páginas del libro hace lo que se espera: defenderse. El libro es para él un bálsamo de vanidad y una oportunidad. Está en su derecho. Lo de reconocer el crimen sólo es un asunto burocrático: la confesión no suma ni resta a la verdad. Incluso su arrepentimiento podría ser cierto, pero sólo es una abstracción válida para instituciones penitenciarias. Luisgé Martín considera que merece un libro. Incluso en el oportunismo equivocado hay razones, quién sabe. Lo que tiene menos explicación es trajinar la aventura a espaldas de la única víctima en pie del asesinato múltiple: Ruth Ortiz, la madre de los niños. Emmanuel Carrére también se carteó y visitó en la cárcel a Jean-Claude Romand, el falso médico que asesinó a su familia cuando su mentira clínica quedó al descubierto después de tantos años. El adversario es un relato monumental donde se destroza al protagonista. Pero la historia de Romand tampoco es la de Bretón. Coinciden en la condición de homicidas brutales, aunque uno confeccionó una falsa biografía asombrosa (y esto no es atenuante) y el otro sólo acumula mediocridad, ni siquiera lo avala el diseño de una épica (aunque sea enfermiza) más allá del crimen y la sentencia.
La información sobre el contenido del libro es muy limitada hasta ahora. La madre de los niños ha denunciado ante la Justicia la publicación y la editorial ha echado el ancla. Ruth Ortiz alega que no fue informada de este trabajo y que genera reminiscencia del dolor, y revictimización, e intromisión ilegítima del derecho a la intimidad y la imagen de los hijos. También que de las cartas de Bretón el escritor hace mercancía, le da sitio en las páginas y de alguna manera (eso dice ella) convierte la correspondencia en parte de la escritura del libro. Está en su derecho de denunciar. Los jueces dirán. Pero me temo que cada vez que esta mujer se refiera al libro en público éste parecerá más diabólico, más inadecuado, más qué se yo.
Y aquí se abre otra conversación: ¿una obra de creación, aunque revele algo salvaje y real, puede ser cancelada preventivamente? Esto propone sendas peligrosísimas. También para este oficio, sin ir más lejos. Y para todas las ficciones del cine. Y para todo el true crime de las series o los documentales. O el teatro. Existe una responsabilidad ética del creador, pero para entenderla, aceptarla o repudiarla debemos tener libre acceso al artefacto, capacidad de elección. El dolor de una madre no prescribe jamás. Tajantemente es sagrado. ¿Entonces hasta dónde es posible llegar en la exploración del contorno y los porqués de un verdugo? Sólo con el libro en la calle sabremos lo que busca Luisgé Martín. Quizá alumbrar el certero retrato de una oscuridad abisal. Quizá comprender y comprendernos. Quizá sólo armar un ruido desnivelado. Quizá ponerse la soga al cuello. Quizá nada de nada. Quizá sólo es un disparate descomunal o una innecesaria cuchillada.