La noticia de que las enfermedades más reputadas de nuestros reyes no se debieron a la consanguinidad habrá decepcionado a los republicanos de corazón. Pero analizados todos los encastes dinásticos desde don Pelayo hasta Felipe VI, las conclusiones de la genetista Teresa Perucho parecen irrefutables: patologías tan monárquicas como la gota o la sífilis no fueron fruto de la herencia sino de la amoralidad. Y la amoralidad está al alcance de cualquiera, mientras que debías ser un rey o un palurdo para casarte con tu prima.
Todos tenemos nuestras enfermedades preferidas. Como filólogo –y no solo como monárquico– yo siempre he sentido una literaria inclinación por la sífilis. Algunos de los mayores genios europeos padecieron el llamado mal francés o morbo gálico, que en Francia renombran como mal napolitano y en Holanda prefieren denominar mal español. Ya se ve que el nacionalismo (suspicacia de lo ajeno antes que afirmación de lo propio) recurre siempre a la misma estrategia de señalamiento para disimular el olor de la propia peste identitaria. Pero si nos ponemos científicos habrá que reconocer que el treponema pallidum no se detectó en Europa hasta finales del siglo XV, lo que valida la hipótesis de que llegó a bordo de una carabela española, quizás en el cuerpo del mismísimo Colón. Para descanso de los apóstoles de la Pachamama residenciados en Gràcia o Lavapiés, nótese que los españoles no solo exportamos nuestros gérmenes a América, llevados de nuestro turbio afán de conquista: también nos infectamos generosamente con el producto vírico local. Empate.
El caso es que esta simpática bacteria con forma de sacacorchos usa sus espiras para adherirse a las células del huésped poco escrupuloso con sus hábitos sexuales. Los eccemas y sarpullidos no son lo peor. Tampoco las fiebres ni los vómitos ni la caída del cabello. En el último estadio de un desarrollo que sin tratamiento se prolonga décadas, la espiroqueta asalta el cerebro y multiplica los síntomas de locura, ceguera, sordera y parálisis antes de causar la muerte. Por el camino el sifilítico viaja del abatimiento a la cólera, experimenta picos de euforia y desciende a la sima de la abulia. Su mente se pierde en los recodos de la paranoia y sus alucinaciones cursan con gran aparato de luz y color. Especulemos con los interesantes efectos de semejante viaje sobre la creatividad de un poeta romántico, un narrador simbolista o un músico megalómano.
Más de un ensayista ha vinculado el progreso estético de Occidente a la propagación de la sífilis, que estimula el espíritu al precio de destruir el cuerpo. León Daudet atribuía a nuestro treponema el papel que los antiguos concedían al fatum o destino: «Mueve a los románticos y a los desequilibrados, a los aberrados de aspecto sublime, a los revolucionarios pedantes o violentos. Es el fermento que hace que crezca la masa algo gruesa de la sangre del campesino obstinado y la afina en dos generaciones. Del hijo de una sirviente hace un gran poeta, de un pequeño burgués apacible un sátiro, de un comerciante un metafísico, de un marino un astrónomo o un conquistador». Claro que León era el hijo de Alphonse Daudet, sifilítico notorio, así que quizá escribía movido por un piadoso amor filial, ahora que venimos del día del padre.
De los hermanos Goncourt a Baudelaire, de Maupassant a Flaubert, hay que reconocerles a los escritores gabachos el esfuerzo por nacionalizar la sífilis como otra más de las glorias de Francia. Pero competidores ilustres los encuentran en otras latitudes y disciplinas. ¿Por qué se quedó ciego Joyce? ¿Sabemos seguro por qué se quedaron sordos Beethoven o Goya? Si vamos a la política, huéspedes señeros del bicho pudieron ser Bolívar y Lincoln. Y si Nietzsche se abrazó entre lágrimas al caballo flagelado por un cochero desaprensivo en el centro de Turín no fue porque el padre del superhombre se hubiera convertido en su madurez al animalismo: fue porque había contraído la sífilis a los 20 años en un prostíbulo.
La penicilina estuvo a punto de extinguir el treponema pallidum, pero los últimos datos disponibles del Instituto de Salud Carlos III han elevado a 10.879 el número de diagnósticos de sífilis notificados en 2023. Aunque entendería su pudor, sospecho que habría que entrevistarlos a todos. No vaya a ser que nos estemos perdiendo a un Beethoven en el aséptico siglo de Bad Bunny.