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A simple vista

Ese padre podemos ser cualquiera

Si leer un libro es ponerte en zapatos ajenos, tener un hijo es arriesgarte a perderlo todo -la alegría, el sueño, la salud- en la biografía del otro

Fotograma de la serie 'Adolescencia'.
Fotograma de la serie 'Adolescencia'.NETFLIX
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Amanece. Un crío de 13 años de rostro angelical llamado Jamie Miller duerme en su habitación y el hogar -todavía un hogar intacto- descansa en silencio: la familia se dispone a comenzar un día corriente, acaso tan monótono como irrepetible, el último de un tiempo más o menos feliz que están a punto de clausurar de por vida. Entonces -cuando creen que todo va a ser lo mismo que ayer o que la semana pasada-, algo cambia para siempre: unos agentes de operaciones especiales derriban la puerta con un ariete, irrumpen armados en una casa que podría ser la de cualquiera, no reparan en el mobiliario ni en las formas, apuntan con los rifles y suben a gritos por las escaleras como si buscaran a Ben Laden. Pero no buscan a la encarnación del mal, sino al dueño de un peluche. Así que entran al dormitorio infantil. Y allí está: el chico con cara de asustado es detenido en su propia cama. Lo acusan de haber matado a una compañera de clase. Tiene que ser un error, tiene que serlo, es solo un crío, por dios. Y vaya que si lo es: el supuesto niño-asesino se mea en el pijama.

Así comienza Adolescencia, la extraordinaria miniserie británica de Netflix de cuatro capítulos sobre acoso escolar, nuevas masculinidades, redes sociales y toxicidad digital. Dice desconsolado el progenitor (Stephen Graham): «Estaba seguro en su habitación». Y todos entendemos a ese hombre embozado de horror. No porque tengamos a un hijo acusado de asesinato o nos hayan matado a puñaladas a una hija, sino por la plena consciencia de lo frágil que es la dicha cuando eres padre o madre: estaba segura tu hija un lunes y ya nada vuelve a ser lo mismo el martes; estabais todos a salvo y felices a las seis de la mañana de un jueves, y entonces suena el teléfono o derriban la puerta de tu casa quince minutos después y el mal entra en la familia con su lengua de cieno, para destrozarlo todo como si fuese el avance de un tsunami.

Si leer un libro es ponerte en zapatos ajenos, tener un hijo es arriesgarte a perderlo todo -la alegría, el sueño, la salud- en la biografía del otro.

Es como si, de un modo inconsciente, lo apostaras todo a ellos. Puedes tener un trabajo estupendo, una bonita casa y una buena cuenta bancaria, pero si tus hijos no están en espacios de seguridad, si no son felices, si viven apesadumbrados o con miedo, entonces tu vida ha sido un fracaso. Y viceversa: puedes tener un trabajo de mierda, una casa ínfima y un fin de mes muy estrecho, pero si tus hijos están en espacios de luz, si son esa gente amplia que hace que todo se ilumine cuando entra por la puerta, si son tipos alegres y decentes, entonces tu vida ha sido un éxito.

Así que ese padre de Adolescencia que estaba tan tranquilo amanece del peor modo posible: con el niño demudado en un extraño monstruo.

Ese padre -que a partir de ese instante vivirá empapado de culpa y dolor- podemos ser cualquiera.

Dice el chico Jamie en la serie: «Es fuerte lo que se te ocurre cuando eres un chaval».

Esa es la maravilla, hijo.

Esa es la maravilla y también es nuestro miedo.