Se ha aceptado como si tal cosa que el Centro de Investigaciones Sociológicas, de naturaleza pública, por lo que parece ya no vaya a preguntar jamás de los jamases por la valoración de la Corona y, de modo más pormenorizado, por la opinión que a la ciudadanía le merecen sus integrantes. Se tomó la decisión en su día por razones cuestionables, pero que se siga así, tanto tiempo después, flaco favor hace tanto al derecho a saber que todos tenemos como a la misma Monarquía. Porque le vendría bien que se sondeara de forma periódica -con conocimiento general- la popularidad de los integrantes de la Primera Familia, por poco crédito que tenga el CIS de Tezanos.
Esa falta de datos bien medidos y comparados en el tiempo -sólo subsanada por encuestas como las que suelen difundir medios como este mismo periódico- son una anomalía más de España respecto a la institución que nos ocupa, que tanto contrasta con lo que ocurre en otras Monarquías vecinas, desde la neerlandesa a las de los países nórdicos, y desde luego en aquella que siempre sirve como espejo a las demás, que es la británica. En el Reino Unido se escruta casi cada décima de popularidad que sube o baja el rey Carlos III, al igual que se hace con el grado de apoyo o rechazo que concita su extensa parentela.
Algún lector pensará que poca importancia tiene semejante cosa, más allá de servir como puro entretenimiento insustancial. Lo cierto es que no. La medición rigurosa y sostenida en el tiempo de la popularidad de las familias reales es un instrumento indispensable para las mismas, cuando hablamos de sociedades democráticas como las europeas, a la hora de adoptar decisiones que ayudan a apuntalar la institución. Un caso digno de estudio en cualquier programa universitario de ciencia política es, por poner un ejemplo, la cuidadísima estrategia de Buckingham que se prolongó 20 años para transformar a la odiada madrastra que era Camilla Parker en una reina Camilla que ha logrado gozar del respeto de al menos la mitad de sus conciudadanos. Mark Bolland, brillante asesor de imagen, fue el hombre que consiguió que los británicos empezaran a tragar con ella a través de la llamada operación Ritz, la primera foto oficial de Carlos y la mujer a la que amaba, de 1999. Los continuos sondeos de popularidad resultaron indispensables para modular el plan palaciego.
Viene todo a cuento de la polémica que ha salpicado a la Princesa Leonor, con motivo de la filtración por vía ilegal de unas fotos en Chile. El asunto, más allá del plano legal en cuestión, abunda en el extremado celo en torno a la privacidad de la familia real y, en concreto, sobre la Heredera. Es tal la obsesión de Palacio por la construcción de su perfil público que probablemente se la esté alejando en peligroso exceso de los ciudadanos del país en el que está llamada a ser Reina. Mal asunto sería que la excelente preparación y responsabilidad que hasta la fecha está demostrando la hija de los Reyes no se acompañe de la necesaria naturalidad y normalidad que debe rodear a una joven de su tiempo, tanto para que podamos conocerla -y aun quererla- como para que puedan empatizar con lo que representa muchos más sectores que los apasionados de lo militar. Bueno sería mirar qué dicen las proyecciones demoscópicas que no se quieren hacer.