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Enrique Vila-Matas, cuando la literatura sospecha de la vida

El escritor barcelonés publica un nuevo artefacto literario, quizá una novela: 'Canon de cámara oscura'. Puede que sea el más extraño de los autores hispánicos de este momento. En sus libros dispensa una confusión de espejos para indicar cómo vida y literatura pueden ser indistinguibles

El escritor Enrique Vila-Matas hace unos días en Barcelona.
El escritor Enrique Vila-Matas hace unos días en Barcelona.ARABA PRESS
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De pronto surge en la conversación la posibilidad de que exista en España, en este momento, un escritor o escritora más extraño que los demás. Después de un cauto silencio, alguien pronuncia a media voz el nombre de Enrique Vila-Matas. Otro silencio insectívoro se hace sitio por un momento y después viene el murmullo siseante. Unos segundos más tarde hay un veredicto espontáneo entre los presentes. No hay duda: Enrique Vila- Matas es el más extraño entre los escritores y escritoras que existen en España, y cada cual lo siente a su manera. Me parece que la importancia de la obra de Vila-Matas se apoya en que viene de muchos lugares a la vez y todos confluyen en la biografía de alguien que cuando está entre gente, si le dan a elegir, se inclina por mantener la boca cerrada.

Si fuese posible o si tuviésemos la suerte de entender a Fernando Pessoa comprenderíamos por qué es tan singular Enrique Vila-Matas. De algún modo, como el poeta portugués, también es un baúl lleno de gente aunque la singularidad (en su caso) es que él es todos aquellos que escriben lo que Vila-Matas firma con su nombre. No sé si me explico. La certeza de ser Vila-Matas es una de las aventuras literarias más extremas. La certeza de que cualquier canon literario o cultural es atrabiliario y conviene desactivarlo cuanto antes tiene su razón en que no caben creadores como él. En su nuevo libro recién publicado, Canon de cámara oscura (Seix Barral), hay algo de esto. Y también la sospecha de que el protagonista podría ser un androide, una inteligencia artificial, un cabo suelto sentimental de la tecnología. Dirán por ahí que es novela, pero qué va. Es sólo la apariencia de una novela para avanzar un poco más allá. Este hombre no es un novelista, sino un inspector de asombros literarios.

El caso de Enrique Vila-Matas es interesantísimo: un tipo de Barcelona, nacido el 31 de marzo de 1948, que estudió Derecho y Periodismo, participó en grupos de teatro, le interesaba el arte, trabajó en las revistas Fotogramas y Destino (entre otras), también fue crítico de cine, hizo la mili en Melilla y en la trasera de un colmado escribió su primera novela: Mujer en el espejo contemplando el paisaje (1971). Vivió en París dos años y ocupó una buhardilla en la calle Saint Benoît propiedad de Marguerite Duras, quien no aceptaba un día de retraso en el pago la mensualidad. En un café de Saint Germain des Prés lo confundieron con el terrorista venezolano Carlos 'El Chacal'. Al rato lo liberaron. Dirigió dos cortometrajes y participó de actor en otros tantos. También en una película del celeste y fugitivo Adolfo Arrieta. Antes de inaugurar el kilómetro cero de su escritura con Breve historia de la literatura portátil (1986) escribió mucho buscando el camino por donde perderse mejor. Y con aquel libro algo cuántico y paranoide, deudor de las vanguardias históricas, se deshizo del autor que era y comenzó de nuevo en la escritura impulsando las palabras más lejos que la vida.

Ya no hay vuelta a atrás, Enrique Vila-Matas es un ciudadano rico en extravíos, riesgos e impurezas necesarias para ser el creador que es. Parece claro que lo suyo es la literatura fuera de norma. Y decimos literatura porque no hay un concepto más preciso para contar lo que hace. Hay quien dice performance, pero eso lo reduce de nuevo a lo que no es exactamente. Durante años vistió de penumbra y se aplicó una imagen vampiresca que contrastaba con la iridiscente Barcelona olímpica. Se presentaba de gabán negro, con vahos de bebedor fuerte y a veces parecía capaz de dormir colgado de los pies como los murciélagos. Fueron años de libros cada vez más desaforados (Suicidios ejemplares, 1991; Hijos sin hijos, 1993; Extraña forma de vida, 1997; El viaje vertical, 1999; Bartleby y compañía, 2000; El mal de Montano, 2002; París no se acaba nunca, 2003...). Tampoco parece que sea un novelista, ni un narrador, ni un contador de historias. Tiene más de explorador de abismos que lleva siglos dando vueltas a quién es aquel que escribe y por qué escribe, si es que escribir como él pretende es posible de algún modo. Alrededor de esto, y con una ironía fuera de norma, levanta una obra de identidad desafiante, un descaro, otro juego. En sus libros despliega la confusión de los espejos acumulados para indicar cómo existencia y literatura pueden ser indistinguibles y no importa tanto lo que se sueña como lo que se vive confiando en que será escrito; o será al revés, cómo lo escrito es en verdad lo que uno vive. De sus libros sales con los brazos en alto sospechando de la realidad principalmente.

Ahora que la escritura de Vila-Matas se puede ver a lo largo no parece disparatado apuntar que la senda de su obra es rara y feliz. Viene de la literatura/literatura y se estira desconfiada hasta la literatura/artefacto de condición duchampiana, casi ready made. Pienso en libros como Esta bruma insensata (2019), y más aún en Kassel no invita a la lógica (2014) o Marienbad eléctrico (2016). Es así: de los escritores y escritoras de España, Vila-Matas es en este momento el mejor dotado para entrar en un museo muerto de risa. No digo entrar a ver cosas, sino entrar y ser expuesto como amenaza. Es un artista contemporáneo que ha escogido como soporte la literatura y en ella prueba sus fórmulas como un desatado, dudando, dudando siempre, haciendo del desconcierto literatura hasta donde la literatura ya no sabe lo que puede ser. Su genealogía de creador es químicamente bastarda, y divertidísima, y nutritiva. Y burlesca. Y escapista. Y Franz Kafka.