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Algunas editoriales tantean la posibilidad de publicar el libro de Luisgé Martín sobre el asesino Bretón, después de que Anagrama, cobardemente, haya renunciado a hacerlo. Las editoriales piensan, incluso, en un pool, al modo del que publicó Los versos satánicos de Salman Rushdie, para atenuar así probables represalias del sensible público lector. Unas represalias alentadas por las librerías españolas que hace semanas ya anunciaron que no venderían el libro y cuya actitud sectaria no es una novedad. Hay muchos libros que se niegan a vender o que incluso esconden, destacando en la tarea los libreros catalanes, vanguardia.
Hace 25 años que la editorial que acaba de censurarse a sí misma publicó El adversario, de Emmanuel Carrère. Vale la pena echar un vistazo al documental El escritor y el asesino (Filmin), que reconstruye la relación entre Carrère y Jean-Claude Romand. Se sabrá cómo Carrère llama a Roland «Querido señor» en su correspondencia, provocando, por cierto, el reproche estupefacto del periodista Michel Polac, en una edición del Bouillon de culture de Bernard Pivot. Cómo reconoce haberse referido al asesino «menos como alguien que hizo algo terrible que como alguien a quien le pasó algo terrible». Cómo declara que llegó a sentir por él «una especie de compasión». Y cómo, en fin, describió su matanza en la primera carta que le escribió: «Lo que usted ha hecho no es, a mi entender, la obra de un criminal ordinario ni tampoco la de un loco, sino la de un hombre empujado hasta el fondo por fuerzas que le superan». Así pues este Martín debería contestar «no, a dios gracias no lo soy» a la ignorancia resentida que le ha reprochado no ser Carrère.
Las ideas del escritor francés sobre el crimen correspondían, y me temo que siguen haciéndolo, al más banal pensamiento literario. Y son una muestra de lo que el llamado progresismo piensa sobre el Mal. Justamente es en este punto en el que Martín no calibró bien ni sus fuerzas ni l'air du temps, fiado a la clásica visión progresista del Mal. El llamado progresismo sigue negando la existencia del Mal, porque admitirlo le parece propio de gente reaccionaria, y hace tabla rasa de la responsabilidad del malvado. Y no, obviamente, al modo determinado y biologista de Sapolsky, que detesta, sino al de la pensadora Janette Anne Dimech: «El mundo (la derecha) le hizo así». En consecuencia admite, y hasta supura, la fascinación del Mal e incluso legitima cualquier acercamiento a él, invocando la atracción del abismo e idioteces adyacentes a la verdad poética.
Salvo.
Salva sea la parte del crimen que implica a un hombre contra una mujer, actúe de modo directo o por delegación, en eso que nuestras capellanas llaman la violencia vicaria. Entonces el Mal existe y está prohibido.