Algo tienen en común su perfume, su chocolate favorito, la copita que se pone algunos viernes por la noche, el plan con los amigos, su relación de pareja, el sexo con ella (o con otros), su trabajo, sus viajes y hasta el desodorante que se coloca nada más ducharse. Todas estas acciones, productos y circunstancias están hoy atravesadas por una sensación de intensidad. O, al menos, por la búsqueda de la misma. Nos han dicho que hay que vivir el presente y nos lo hemos creído tanto que el vértigo nos parece normal. Hay que ser productivos, eficientes, rápidos, buenos padres, buenos hijos. Hay que serlo todo y hay que serlo ya. El único mandato es vivir hasta su máxima expresión.
Empezando por algo tan cotidiano como un paseo por el supermercado. Paseo que no será tal porque anda usted agobiado, le pesa la bolsa del gimnasio -al que finalmente no ha ido- y no tiene nada con lo que preparar la cena. Su chocolate le recibe en la estantería con la palabra intenso (al 86%), los helados almendrados también son intensos, como las fragancias, y «así juzgamos las experiencias, los momentos y las caras. Sí, la intensidad pertenece al vocabulario comercial, pero no sólo...», advierte el filósofo francés Tristan Garcia en un libro publicado en 2016 que, por su importancia, se reedita ahora.
La vida intensa. Una obsesión moderna (Herder) describe nuestro vértigo y nuestras ansias, pero también nuestros miedos y miserias tras haber convertido la existencia en una montaña rusa eterna. Así lo describe este autor y novelista de 36 años que está considerado en su país como uno de los grandes pensadores de nuestra época. Afirma: «En el mundo contemporáneo, cualquier mínima proposición de placer es una pequeña promesa de intensidad. La publicidad no es más que el lenguaje articulado de esa embriaguez. Lo que se nos vende no es sólo la satisfacción de nuestras necesidades, es la perspectiva de una percepción aumentada». Un horizonte perpetuo de clímax constante.
Parece que este modo de vivir estuvo siempre con nosotros, pero en verdad no es así. «La intensidad de la vida es un valor bastante reciente, ya que no encontramos este término en las culturas anteriores al siglo XVIII europeo y americano. En general, no se prometía una vida intensa sino más bien la salvación, el más allá, el descanso eterno o la reencarnación», amplía García en conversación con Papel. «¿Por qué y cómo la intensidad vital se convirtió en un valor decisivo, quizás el valor más importante para los individuos en las sociedades modernas?», se pregunta. Y sobre todo: ¿cómo hay que manejarla a estas alturas de la película?
El debate no es nuevo, pero su pertinencia es más acuciante que nunca. Algunos de los filósofos más importantes del presente han denunciado este modo de vida hiperconectado y vertiginoso que se entrelaza a la perfección con otros fenómenos actuales, como el individualismo y el narcisismo. El surcoreano Byung-Chul Han lo ha analizado en la mayoría de sus ensayos y, en uno de los últimos, La vida contemplativa. Elogio de la inactividad (Taurus), directamente hacía un llamamiento a dejar de producir, de ir y venir, de opinar y sentir hasta la extenuación. Lo mismo que desde hace años reivindica el belga David Le Breton en volúmenes como Elogio del caminar y Desaparecer de sí (ambos en Siruela),
Desde España, responde a Garcia la escritora española Remedios Zafra, especialista también en cultura contemporánea y cuyo nuevo libro, El informe (Anagrama), que se publicará el próximo día 15, incide en varias de las cuestiones que trata también el francés. Según esta autora, XXVIII Premio Internacional de Ensayo Jovellanos 2022, a lo largo de las últimas décadas varios factores convergen y provocan que nos creamos casi inútiles cuando pasamos algo de tiempo tirados en el sofá, pensando sobre nosotros o sopesando cualquier asunto, importante o no.
«La hiperproductividad nos caracteriza, y así la diferencia entre vida y trabajo se desdibuja, porque siempre estamos mediados por la tecnología y con la sensación de que nuestro trabajo nunca termina y deriva en una existencia ansiosa y vacía. Vivimos la vuelta de tuerca de un sistema perverso que favorece un hacer vacío y después vende paquetes para suplir ese vacío», denuncia Zafra.
Es eso que se ha dado en llamar experiencias. «Ganar una partida online especialmente difícil, permitirse un pico de velocidad en una carretera desierta, saltar en una cama elástica, lanzarse desde un acantilado, escalar, salir a cazar, subir al escenario con un nudo en el estómago por el miedo escénico...», enumera el propio Garcia. Sin embargo, «hoy intensidad y experiencia se niegan la una a la otra», sostiene el escritor Santiago Alba Rico, autor de ensayos como Ser o no ser (un cuerpo) (Seix Barral). «Me temo que la búsqueda de intensidad es una huida de la experiencia. Ésta implica, incluso etimológicamente, un exterior, el impulso hacia afuera para poner a prueba con el cuerpo la independencia del mundo. La intensidad, en cambio, tiene que ver con la intimidad, con lo que se vive dentro con una profundidad redonda y abismal».
Tanto Zafra como Alba Rico coinciden en que, en «una sociedad en la que el individualismo neoliberal convierte la subjetividad en la medida de todas las cosas -y en la que, al mismo tiempo, la experiencia nos llega manufacturada a través del consumo y las nuevas tecnologías-, ni podemos salir realmente al mundo ni nuestra subjetividad contiene ya nada de singular».
«La comercialización envasada de experiencias intensas es una estrategia habitual del mercado a la que, tristemente, la humanidad se está acostumbrando», subraya Zafra. «En el mundo contemporáneo prevalece la sensación de vivir en un presente continuo y la cultura digital y de redes sociales afecta a esta forma de habitar el mundo conectado pues, gracias a ellas, no sólo asistimos, sino que protagonizamos esa intensidad».
Es decir, que «todos tenemos las mismas experiencias, proporcionadas por la industria del entretenimiento, estereotipadas y, si se quiere, turistizadas». Y como ya no tenemos experiencias, «necesitamos de esa intensidad estándar que, en realidad, somos incapaces de vivir». «Y cuanto más incapaces somos de vivir experiencias, más intensidad reclamamos y más se nos ofrece», resume Alba Rico. Por el contrario, «la experiencia (la real) es atención, espera, reconocimiento y diferencia». Para este escritor, «la intensidad capitalista es todo lo contrario: aceleración, superación, indiferencia y satisfacción. Al final, no sentimos nada porque estamos todo el rato intentando sentirlo todo al máximo, hasta el límite. Y si todo, todo el rato, es intensidad, nada es ya intenso en realidad».
"Cualquier mínima proposición de placer es una pequeña promesa de intensidad"
Tanto es así que, también hoy en día, son muchos los filósofos que dedican su pensamiento al sosiego, pues lo consideran imprescindible en esta época y tratan de inocularlo. El pasado marzo, el Premio Nacional de Ensayo 2016, Josep María Esquirol, publicaba La escuela del alma, que prosigue la línea de los previos La resistencia íntima y La penúltima bondad (todo en Acantilado). En el más reciente, Esquirol defiende la idea de reposo «para tomar aliento y activar el recogimiento». Y nos dice cómo hemos llegado a una «fatiga innecesaria y excesiva que, en realidad, procede de las pretensiones ególatras y de considerarse protagonista casi omnipotente de la situación».
Pero «descansar indica una saludable conciencia de los límites», tercia Esquirol. «Deberíamos buscar menos intensidad y más momentos de aburrimiento, introspección, interrupción y parada», continúa Alba Rico. «Una hora oscura, densa, quieta es la condición misma de toda experiencia real. Más realidad, menos intensidad», concluye. Además, en palabras de Esquirol, «los pensamientos también deben reposar». Las teorías no, sostiene, pero lo que se piensa sí porque en ello hay vida. Y porque sólo cuando reposan «se convierten en hábito y curan».
Mientras que «vivir rápidamente significa vivir reaccionando, no actuando», añade el profesor Carlos Javier González Serrano, que recientemente ha publicado Una filosofía de la resistencia (Destino). «La velocidad altera nuestras potencias cognitivas. Para actuar es necesario un proceso, valorar las opciones. Reaccionar implica poner en marcha un proceso meramente intuitivo, irreflexivo, automático. Ante una situación de urgencia, este mecanismo puede resultar muy útil, el problema es que nos hemos habituado a existir en la urgencia». El síndrome burnout, es decir, quemado por culpa de la situación laboral, sería, en opinión de García, una "»atología del liberalismo, del trabajador vaciado, socavado de sus recursos cognitivos, explotados como los recursos de la Tierra».
"Todos tenemos las mismas experiencias, proporcionadas por la industria del entretenimiento, estereotipadas y, si se quiere, turistizadas"
También hace un par de meses se publicaba otro título de una filósofa española que camina por la misma línea. Un instante de verdad. Un ensayo sobre el sosiego (Ático de los libros), de Teresa Langle de Paz, invita desde su inicio a transitar de manera distinta, menos ansiosa y, con suerte, menos intensa, pero con el brillo que trae la serenidad. «La cotidianidad es una angostura que se llena con el paso de los días. Se deshace perezosa del sentido que le concede la aceleración de la modernidad. Con la velocidad, la vida parece escribir algo, dirigirse a algún lugar. Más cuando el camino se detiene todo está pleno de significado y cada minuto se desborda en sí mismo. Es la vida en estado puro lo que se nos ha olvidado. ¿Será que se parece a la muerte, con su acostumbrada rotundidad?», apunta la autora de Un instante de verdad.
Esta última pregunta, sin embargo, ya pertenece a otro reportaje. De momento habrá que quedarse con lo que Garcia cree que es más importante. «No es controlar nuestras intensidades, sino más bien tener algo que se oponga a ellas, resistir la intensificación de uno mismo, poder experimentar mejor y no entregarse a la cuantificación», concluye.
La vida intensa. Una obsesión moderna
Editorial Herder. 208 páginas. 14,15 euros. Puede comprarlo aquí.