Uno de cada cinco jóvenes españoles, según el Ministerio de Sanidad, ha consumido benzodiacepinas alguna vez en su vida. Los suicidios en menores de 30 años han crecido un 8% en el último año y ya son su primera causa de muerte, por delante de accidentes de tráficos y tumores. El 7% de la población infantil española padece trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH)...
Mejor no seguir.
Da igual la métrica o los organismos consultados, todos los datos lanzan un mismo mensaje: la salud mental de la juventud no sólo es mala, es la peor desde que existen registros. Curiosamente esta problemática vive su momento álgido cuando ver a un psicólogo ha dejado de ser un estigma, cuando los políticos hablan de salud mental en el Congreso de los Diputados y cuando proliferan los famosos que cuentan sus crisis personales en programas de televisión y libros superventas.
¿Cómo es posible que con tanta información y una empatía sin precedentes los miembros de la Generación Z se sientan más ansiosos, deprimidos e inseguros que nunca?
La periodista estadounidense Abigail Shrier tiene un veredicto incendiario: los principales responsables de que haya tanto joven dañado emocionalmente no son los padres hiperprotectores ni los chavales presos de las pantallas, como afirma la mayoría de autores, sino que culpa a los psicólogos, los orientadores y los trabajadores sociales que tanto abundan en la sociedad contemporánea. Describe esta tesis en su nuevo libro Mala terapia (Ed. Deusto), que sale a la venta el próximo miércoles, en el que los califica como miembros de una supuesta industria de la salud mental que forja padres titubeantes y niños incapaces de madurar. Y lanza una consigna: «Quizás sea hora de que opongamos un poco de resistencia».
«Con la crianza amable, la obsesión por la ansiedad y la ingente cantidad de diagnósticos nos hemos dedicado a decir a nuestros hijos que hay algo malo en ellos», explica Shrier por videollamada. «Los tratamos con un montón de cosas que no necesitan, desde fármacos y terapias hasta programas escolares de adaptación... En definitiva, estamos socavando sus recursos naturales de resiliencia».
Abigail Shrier es una ex columnista de The Wall Street Journal educada en Columbia, Oxford y Yale que alcanzó una gran fama gracias a Un daño irreversible (Deusto, 2021), otro libro controvertido en el que abordaba los efectos de la transición de género. En aquel ensayo, sostenía que el aumento en la cantidad de niñosque se identifican como trans en la última década se debe en gran parte al «contagio social» y no a una mejora en su aceptación social o la detección de casos.
Así que se puede decir que a Shrier le gustan los temas espinosos y, sobre todo, atizar a la izquierda estadounidense. En su nuevo ensayo, para el que ha entrevistado a «centenares» de padres, educadores y psicólogos, dice que la intervención preventiva en salud mental atrofia la madurez. Así, atrapa a los jóvenes en una celda de castigo por la rumiación de sentimientos, de dependencia al tratamiento y de una fuerte aversión al riesgo. Un camino tortuoso que inhibe el proceso normal de afrontar la angustia de la adolescencia.

"Perder esa red de apoyo va a tener consecuencias muy negativas en el futuro"
En resumen: más que inmersos en una crisis de salud mental, lo que vivimos es una crisis de hipocondría emocional y de yatrogenia. La RAE define esta última palabra de origen griego como «alteración o perjuicio en el estado del paciente causado por el tratamiento médico». Es decir, cuando el sanitario empeora las cosas.
La yatrogenia no implica necesariamente que el terapeutasea negligente ni que actúe de mala fe, sino que su tratamiento en determinadas personas tiene efectos adversos, como se refleja en cualquier prospecto de un medicamento. Pero nadie, según Shrier, plantea esta advertencia en el mundo de las terapias. «Muchos niños sin problemas van al psicólogo con la misma asiduidad con la que usted puede ir al gimnasio y no se es consciente de que eso puede aliviar, pero también tiene consecuencias negativas», denuncia.
Así que, si da por sentado que la terapia con un profesional cargado de buenas intenciones sólo puede contribuir al desarrollo emocional de su hijo, se llevará una decepción con este libro. «Eso es un error», dice la ensayista con contundencia.
Que hay riesgos en un proceso terapéutico no lo pone en duda Guillermo Fouce, profesor de Psicología de la Universidad Complutense. Sin embargo, considera que el juicio de Shrier es demasiado radical y olvida que un buen terapeuta toma las debidas precauciones. «En nuestro código profesional se recoge que hay que decirle al paciente cuando no tiene un trastorno que no lo tiene, aunque él o su familia consideren lo contrario», afirma. «Luego sí puedes ofrecerle hacer un acompañamiento para descubrir sus emociones, pero siempre tomando medidas para evitar riesgos de patologizar las cosas».
Mala terapia es una acusación en toda regla. Sostiene que si los expertos en atención psicológica de los centros escolares quisieran mejorar la salud mental de los niños, lo primero que harían sería prohibir los teléfonos móviles en horario lectivo. Zasca. Los terapeutas dispensan diagnósticos sin pensar en los problemas que acarrean, tanto en lo que respecta al sentido de eficacia en los niños como en el impacto en su personalidad. Zasca. Los médicos suministran medicación que limita la capacidad de sentir cosas a los más pequeños, de enfrentarse a la realidad sin advertirles de los fuertes síntomas de abstinencia que podrían sentir si alguna vez deciden prescindir de ellos. Zasca.
«Cuidado con buscar culpables, porque no los hay», disiente en relación a esta cacería el filósofo y pedagogo Gregorio Luri. «Lo que pasa es que estamos en un mundo en el que mucha gente quiere ayudar, aunque a veces lo haga equivocadamente, y hemos convertido la sociedad en un infierno de salvadores».
Eso sí, el filósofo coincide en la proliferación de una industria de la salud mental que, con sus mejores intenciones, acaba desempoderando a los adolescentes. «Crecen y crecen los mediadores entre nosotros y nuestras necesidades: aparecen consejeros sentimentales, coaches laborales, etc. Necesitamos guías para todo».
Le guste o no, surge una pregunta: ¿acaso Abigail Shrier no se está erigiendo como una salvadora más?
Su objetivo es hacer ver a los padres cuán equivocados están por haberse deshecho de los estilos de crianza autoritarios de antaño. Este error generacional, digamos, según ella, ha sustituido el premio y el castigo por el diagnóstico y la aceptación.
Lo cierto es que sus argumentos han tenido en Estados Unidos el apoyo de catedráticos de Psicología y asociaciones de padres, aunque ha sufrido durísimas críticas por parte de la comunidad escolar. Eso sí, puede presumir de contar con el apoyo de un personaje tan polémico como ella: Elon Musk. El hombre más rico del mundo, y uno de los más influyentes, ha recomendado a todos los padres la lectura de este libro en su red social.
"Cuidado con buscar culpables porque no los hay", disiente Gregorio Luri en relación a esta 'cacería' de la periodista americana
-¿Para usted una buena infancia se parecería a una vida adulta, aunque trufada de minidosis de dolor?
-Podría ser así: necesitamos pequeñas dosis de decepción, de fracaso, de rechazo. Nada devastador ni lesivo, por supuesto. Nadie quiere que un niño juegue en una carretera ni con pistolas de verdad. Pero las pequeñas heridas de la vida enseñan a superar los problemas, a ser más fuertes, a trabajar más duro. Eso siempre lo habíamos sabido, pero ahora lo hemos olvidado. La última generación de padres se ha apresurado a que sus hijos no experimenten nunca la decepción. Un error.
Aunque sea dura con los progenitores, lo cierto es que en el libro es mucho más crítico con la industria, el negocio de la salud mental, que con los padres, que ve casi casi como las víctimas de un timo. «Ninguna industria rechaza la perspectiva del crecimiento exponencial y los expertos en salud mental no son una excepción», dice Shrier. «Es como si hubieran metido a niños normales en una máquina que no se detiene en la que se fabrican pacientes, más de los que pueden curarse».
Un ejemplo de esta industria son las apps de autoconocimiento y terapia, que viven un periodo de esplendor. Tampoco olvida los libros de autoayuda y podcasts de los gurús de la crianza amable, un modelo que vende consejos basados en el respeto mutuo entre progenitores y niños, en el que nunca hay órdenes y todo se negocia con cortesía diplomática. Por supuesto, Shrier no muestra piedad hacia estos tutoriales de padres que buscan la felicidad de los niños a toda costa y una amnesia para cualquier contratiempo. Una tendencia que considera que está en todas partes: en el diván, en la escuela y en las redes sociales, donde todo deben ser estímulos y likes.
Al psicólogo Guillermo Fouce le parece exagerado hablar de una industria de la salud mental si se va más allá de la industria farmacéutica. Sin haber leído a Shrier, considera que hay que ser precavido con juicios tan duros contra su ramo. «Te encuentras a menudo con planteamientos de sectas new age basadas en ofrecer sentidos alternativos de la vida. Me temo que los ataques contra la psicología y la psiquiatría no son nuevos, los hemos visto, por ejemplo, con la cienciología y los movimientos conspiranoicos».
¿De dónde viene la desconfianza por la terapia de Shrier? La autora conoció la «hipervigilancia» que denuncia en primera persona, cuando le sugirieron que su hija de siete años padecía «mucha ansiedad» en una reunión de padres y alumnos de la escuela. «Su hija mira mucho el reloj conforme se acerca el final del día", le dijo un ayudante de un profesor. "Parece que perder el autobús, le genera mucha ansiedad. Pensamos que debía saberlo".
De repente, se encontró con un diagnóstico de la salud mental de su hija, con un aviso en el que se demostraba que no era una buena madre alarmada. Pero, en su caso, no se asustó: sabía que era la primera vez que su hija pequeña iba en el autobús escolar sin sus hermanos, lo que la ponía alerta, y que ella la había educado con un escrupuloso respeto a la puntualidad. Su hija no miraba el reloj porque fuera otra víctima acorralada por ese mecanismo de defensa natural ante una amenaza que es la ansiedad. Simplemente, no quería perder el autobús.
Para la periodista lo que sucedió no es más que un pequeño ejemplo de un diagnóstico que no cesa, que martillea al ciudadano. Toda actitud de un niño, por muy intrascendente que sea, genera preocupación. Puede ser una negativa a comer verdura en la cena, ser un trasto que no para de dar guerra o ser muy tímido. Los padres necesitan siempre un porqué. ¿Odia las espinacas porque tiene un trastorno alimenticio? ¿Sufre acaso un TDAH si es algo revoltoso? ¿O quizás ansiedad social por ser más callado de lo normal? «Cuando alguien les da un diagnóstico, la mayoría de los padres piensan con cierto alivio: 'Ahora sí, ya sé lo que le pasa a mi hijo'.
Mala terapia describe de forma aterradora cómo vivimos en una sociedad hiperterapéutica, donde todo el mundo es un loquero que impide a los críos y adolescentes gestionar sus emociones negativas. Sus consecuencias se ven en el día a día con una crisis de madurez sin precedentes y que se detecta ahora en los adultos más jóvenes. Treintañeros que llaman a su madre cinco veces al día, universitarios que le piden a su padre que negocien en su nombre con su casero el precio del alquiler o adolescentes a los que les da pánico sacarse el carné de conducir. Lo cotidiano es un agobio.
Lo que omite Shrier es que también esta presión proviene a veces de los propios pacientes, estimulados por los conocimientos terapéuticos sacados de internet. Esto se produce porque hay jóvenes que se empeñan en encontrar diagnósticos que expliquen cómo se sienten. Para eso está doctor Google, esa búsqueda incesante de información sobre una dolencia que genera tantos problemas para los sanitarios de todo el mundo, que tienen que lidiar con pacientes que creen que saben más que ellos sobre el tema.
«Es cierto que hay un abuso del lenguaje técnico por parte de algunos pacientes», apunta el Antonio Pelaz, psiquiatra infantil del Hospital San Carlos de Madrid. «Te encuentras con casos que, por ejemplo, te dicen que sufren una despersonalización o paranoia. Entonces les digo que me describan lo que les pasa y que yo me encargaré de ponerle nombre. Luego lo que les pasa puede ser completamente diferente a lo que creen tener». Con la medicación pasa lo mismo, cuenta Fouce: «Hay gente que va a las consultas médicas de casa con un diagnóstico y también con una petición de receta del fármaco que dicen que necesitan».
"Si un adulto toma esta medicación puede decir que no le gusta o que no le hace sentir bien, pero un crío no tiene base de comparación"
El tema de la medicación, sin duda, genera mucha controversia. Y hay que tratarla, todos están de acuerdo, con sumo cuidado. «No digo que no haya niños que no necesitan tomarla y que en distintos casos sea necesario», apunta la periodista. «Pero lo importante es darse cuenta de que se da demasiado pronto. Los fármacos tienen un gran impacto en el desarrollo de un niño. Si un adulto toma antidepresivos, estimulantes o ansiolíticos puede decir que no le gustan o que no le hacen sentir bien, pero un crío o adolescente no tiene base de comparación».
En ese aspecto, Gregorio Luri sí está de acuerdo. «Me quedo asombrado al ver a niños necesitados a los que se les buscan suplementos de carácter a través de la medicación cuando ser niño y adolescente es tener más energía que sentido común para controlarla. Esto es normal que provoque chispas y conflictos, por eso no hay que incapacitar a nadie. Es ridículo pretender que sean perfectos».
Shrier incluso va mucho más lejos con sus consecuencias. «Estamos interrumpiendo o borrando su deseo sexual cuando apenas se está desarrollando. Borramos sus recursos normales para lidiar con el estrés y la preocupación. De esta manera alteramos para siempre al niño y cómo se ve a sí mismo. Por eso nunca deben ser el primer recurso, sino el último».
-¿Qué es para usted un buen padre?
-Alguien que enseña a sus hijos lo que está bien y lo que está mal, que desarrolla su juicio para que puedan salir al mundo y ser ciudadanos productivos. Queremos que la gente sea alguien adulto en quien los demás puedan confiar. Y a veces eso significa formar una familia por su cuenta. A veces significa trabajar y ser alguien en quien los compañeros puedan confiar en el lugar de trabajo. Pero queremos que un adulto sea lo que yo llamo un muro de carga, personas de las que pueda depender una familia o un lugar de trabajo. Y de forma independiente, queremos que hagan avanzar a la sociedad, no que estén sentados en el sótano de sus padres con miedo a relacionarse con el mundo.
Abigail Shrier concluye Mala terapia de la siguiente manera: «Tener hijos es lo mejor y más valioso que puedes hacer. Críalos bien. Eres la única persona que puede hacerlo».
Es un consejo, seguramente útil para muchos. Al final puede que Shrier también sea un miembro de la industria de la salud mental a la que combate.
MALA TERAPIA. POR QUÉ LOS NIÑOS NO MADURAN
Editorial Deusto. 349 páginas. Precio: 19,90 euros. Puede comprarlo aquí.