YODONA
En primera persona

"Volví al gym a los 60 años y así estoy: más vaga que nunca"

Que sí. El ejercicio físico es clave para una buena salud a cualquier edad, pero en la madurez su importancia es crítica. Qué pena más grande.

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"Volví al gym a los 60 años y así estoy: más vaga que nunca"
GETTY IMAGES

ENCOMPASS. Esta palabra es lo que leo, escrita en vertical sobre la máquina donde realizo mis ejercicios de fuerza, mientras hago bíceps arriba y abajo con las poleas (poleas, grrr) y pienso en cómo debería empezar este artículo, supuestamente una visión positiva y llena de vitalidad de mi experiencia en el gimnasio durante un año (en concreto un año, 27 días y 13 horas) después de haberme apuntado al borde de los 60 años tras décadas sin actividad física. He estado sin venir casi un mes, porque me di un golpe en las costillas mientras limpiaba la bañera (deporte de riesgo, las bañeras) y después, unos ejercicios de tríceps en los que está claro que usé un músculo que no tocaba me rompieron algo, algo pequeñito, algo chiquitito, pero lo suficientemente grande como para que empezara a dolerme al toser, al reírme o al dormir de lado. Porca miseria. Aunque, lo reconozco, me ha venido de perlas como excusa para saltarme el gimnasio durante un mes. Porque, señoras, si algo tengo claro en esta vida es que la vigorexia no es mi problema y nunca va a estar entre los vicios confesados en mis memorias. Porque eso de que el cuerpo genera endorfinas con la práctica del ejercicio físico, ¡ja!, será a Arnold Schwarzenegger. A mí lo que me genera son unas agujetas locas, unas ganas enormes de derrumbarme en la primera silla que encuentro al llegar a casa y abrirme una cerveza, y el convencimiento de que mi monitor se equivoca cuando insiste en que a mí, en realidad, sí me gusta hacer ejercicio físico.

-Dani, a mí esto no me engancha.

-Que sí, Silvia, si cada día te ves mejor.

-Es que no consigo que me apetezca venir al gimnasio.

-Sí, sí que te apetece.

-Que te digo yo que no, Dani.

Hombre, mejor que hace un año claro que estoy. Pero es que eso c'est très facile. Llegué con la misma masa muscular que Simeón el Estilita después de 37 años sobre su columna. Eso sí, con el menisco interno y externo de la rodilla derecha rotos y una densitometría que daba asco verla. Fue muy alentador cuando David Vicente, el propietario del gimnasio Mood Training Studio, me dijo en nuestra primera entrevista: «Yo también tengo el menisco roto. Y los ligamentos». «Venga, pues vamos a por los ligamentos», bromeé yo, que soy la mar de graciosa, conmigo misma.

El caso es, a lo que iba, que desde hace un año voy lunes y miércoles al gimnasio religiosamente.

Ejem. No. Mentira cochina. En los últimos tiempos he faltado más que el silencio en una serie turca. Que si una cena, que si un afterwork, que si comprar queso, que si ir al punto limpio... Una nunca sabe hasta dónde pueden llegar su imaginación y su coche con tal de boicotear la asistencia al gym.

Pero en cualquier caso, hay cosas innegables. Ni me duele la rodilla ni me duele el cuello y tengo grandes expectativas para mis huesitos. La autoestima deportiva, regular; a veces me cabreo porque me siento estancada. «Las últimas 3 o 4 repeticiones son lo que hace que el músculo crezca. Ese punto de dolor, de no poder más, es el que separa a los campeones del resto», me susurra Schwarzenegger. Claro, Arnold. Pero es que yo no quiero sufrir. Llámame loca.

Pese a mis nuevos músculos supertorneados y la alegría con la que levanto y bajo la kettlebell (ese botijo perverso que pesa un quintal, pese lo que pese), mis resistencias al gimnasio siguen ahí, como recién estrenadas. Una incomodidad. Así que he desarrollado una serie de técnicas de bricolaje psicológico para apuntalar mi voluntad. La primera: comprar unas mallas carísimas. No lo sabe nadie más que yo, pero cada vez que pienso en lo que me han costado, como que se colocan solas y me catapultan al gimnasio. La segunda, enamorarme del monitor. Ya sé que esto no siempre es posible porque lo mismo te toca un imbécil con el atractivo de una garrapata, pero resulta que el mío es guapísimo, alto y con unos músculos largos y esculturales, tan majo que dan ganas de llevárselo a casa. La tercera: practicarme una lobotomía. Frente a mi marcada tendencia a pasar el día amargada porque hoy hay gimnasio, me he extirpado ese pensamiento. Sencillamente voy. Y pienso en margaritas. O en perritos. O en la Conjetura de Birch y Swinnerton-Dyerde. Quién sabe. Igual un día mientras subo y bajo en el banco de ejercicios, la resuelvo y me hago millonaria. Eso sí, con unos músculos de pedernal.