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El arquitecto Fernando M. García-Ordóñez voló desde Madrid en el primer avión que aterrizó en Manises tras las riadas del 13 y 14 de octubre de 1957. Lo enviaba el Director General de Urbanismo, Pedro Bidagor Lasarte, y lo esperaba el ingeniero de caminos Claudio Gómez-Perretta. Los dos se instalaron en un despacho de la Calle de Santa Irene, en un ático. Empezaron a trabajar con velas porque la electricidad no había vuelto a la ciudad, dibujando en unos cartones los planos de la ciudad y las alternativas más verosímiles para evitar que el siguiente desbordamiento del Turia destruyese Valencia.
La primera alternativa, el Plan Norte, se discutía desde los tiempos de la II República y consistía en desviar el cauce del río por su margen izquierda, desde Paterna hasta el cauce del Carraixet. Había un problema: el terreno previsto estaba levemente elevado respecto al centro de la ciudad. En caso de desbordamiento, el agua se habría derramado sobre la Ciutat Vella. La segunda alternativa, el Plan Centro, consistía en construir una presa de laminación (un embalse vacío que abriría sus compuertas en caso de riada) en Vilamarxant, 25 kilómetros Turia adentro, y en ampliar la capacidad del cauce del río en su último tramo. Era una solución relativamente sencilla y barata pero con caducidad a medio plazo. La opción elegida fue el Plan Sur que consistía desviar el cauce a la altura de Quart de Poblet, crear un canal de 12 kilómetros de largo y 200 metros de ancho, capaz de soportar una presión de 5.000 metros cúbicos por segundo y llevarlo hasta el mar, a 3,3 kilómetros de la desembocadura original.
Era la alternativa más cara porque implicaba la expropiación de centenares de huertas, pero era también la opción más interesante como proyecto urbanístico porque permitiría estructurar el crecimiento de la ciudad, su conversión en área metropolitana. En 1957, Valencia tenía 550.000 habitantes y 200.000 personas más vivían en los municipios vecinos. El déficit de viviendas era angustioso, faltaban carreteras de acceso y un tendido de ferrocarriles moderno, no había zonas verdes y el puerto estaba lastrado por las crecidas del Turia: cada riada llenaba su fondo de tierra y piedras. «Ve a Valencia porque está todo por hacer», le dijo Bidagor a García-Ordóñez.
En enero de 1958, tres meses después de la riada, el Plan Sur ya era un proyecto formal y tenía un presupuesto, 5.000 millones de pesetas. Sus autores lo presentaron al Ayuntamiento de Valencia primero y a Francisco Franco después. 67 años después, su desvío del Turia ha soportado su peor prueba de estrés. «El desvío del Turia ha salvado a Valencia del desastre», cuenta Luis Mediero, catedrático la Escuela de Ingeniería de Caminos de la Universidad Politécnica de Madrid. «El Turia no se ha desbordado. Han sido la Rambla del Poyo y el Río Magra los que han causado la inundación, pero el desvío por el sur de Valencia ha llevado el caudal al mar. Si no hubiera existido, el daño hubiese sido mucho peor».
Hay datos para explicar ese trabajo. El desvío diseñado en el Plan Sur estaba hecho para aguantar un caudal un 50% superior al pico máximo registrado en 1957, 3.700 metros cúbicos por segundo. «El martes, el pico de la presión superó los 2.000 metros cúbicos por segundo y el desvío aguantó».
Durante todos estos años, la relación de los valencianos con el Plan Sur ha sido de amor-odio. Cuando nació como proyecto, el canal participaba del espíritu de su tiempo, el del desarrollismo, las autopistas y las grandes infraestructuras. A menudo se le ha reprochado la destrucción del paisaje de la huerta y su sustitución por un tejido de polígonos industriales. Sin embargo, la idea del área metropolitana que se previó en 1957 estaba llena de ciudades jardín al estilo londinense y de cuñas verdes en las que la huerta penetrase en la ciudad y la oxigenara. Fue la realidad la que pasó por encima de las buenas intenciones, como siempre.
El desvío del Turia ha solucionado también un problema que parecía una maldición bíblica. Desde 1321, la época a la que pertenecen los registros más antiguos, hasta 1957 están documentados 22 desbordamientos en Valencia, una cada 30 años. La llanura que ocupa la ciudad es inundable, casi sin pendiente y las sierras están mucho más cerca que en Sevilla, por ejemplo, por lo que los cauces corren más deprisa cuando llevan agua. Además, los predominantes vientos del noroeste tienden a chocar periódicamente con anticiclones llegados de África sobre Valencia. Esos tres factores unidos han hecho de la comarca tierra de inundaciones.
Paradójicamente, cada inundación arrastraba sedimentos que fertilizaban las tierras vecinas. Si las huertas valencianas han sido tan productivas ha sido, en parte, gracias a las riadas. Desde 1589, los valencianos han intentado domesticar el Turia. Ese año, construyeron los primeros muros de contención. «España es una país con muchísima tradición en políticas hidráulicas porque siempre hemos tenido sequías e inundaciones», explica el ingeniero Iván Zamarrón, profesor de la Escuela Politécnica de la Universidad Antonio Nebrija de Madrid. «Las confederaciones hidrográficas son un invento español y son instituciones ejemplares en las que trabajan ingenieros de caminos, de obras públicas, agrónomos, medioambientalistas... Por desgracia, cada vez están menos dotadas de presupuesto. Todas tienen un programa previsto para casos extremos pero no los pueden llevar a cabo porque les falta inversión».
«Los puntos más sensibles a las inundaciones en esta zona están identificados desde antiguo. Algunos se han ido solucionando con actuaciones, como el Plan Sur», dice Federico Bonet, miembro del Consejo General del Colegio de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos. «En otros casos se dispone de soluciones técnicas que todavía no se han ejecutado. En cada caso la solución idónea puede ser diferente, desde presas, balsas de laminación, reforestación,... Y también actuaciones no estructurales como una adecuada ordenación del territorio y una vigilancia sobre las construcciones en zona inundable. Con las actuaciones adecuadas el riesgo se puede reducir considerablemente. Aun así, el riesgo cero no existe».
¿Qué hubiese ocurrido si la Rambla del Poyo hubiese tenido una presa en su cauce alto?, se preguntan los ingenieros. "En esta misma DANA, en la cuenca del Júcar, la presa de Forata ha conseguido que un flujo de 2.000 metros cúbicos por segundo se redujese a 900 metros cúbicos", cuenta Luis Mediero. Las infraestructuras hidrográficas de hace 65 años, los canales que dibujaron en unos cartones García-Ordóñez y Gómez-Perretta y su generación siguen siendo eficientes. Lo único que falta es que existan.