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Lo extraño, lo anómalo, lo que no sigue la regla es, por definición, inquietante. Está en su ser el desestabilizar y el hacer dudar hasta el mismo miedo. Pero, a su vez, es una puerta abierta a la correcta comprensión de lo bello. La belleza surge cuando lo corriente, lo dado, es sorprendido por lo impredecible, lo extraordinario, lo único. Cada uno a su modo, Avelina Prat y Alberto Morais son dos personalidades raras y atípicas en eso llamado cine español. Se diría que tan peculiares como la propia edición del Festival de Málaga que nos ocupa. Y no hablamos de la lluvia, que también, sino del buen nivel de una competición que, por fin y tras muchos años de intentos fallidos, funciona. Bienvenida sea la anomalía y hasta la lluvia.
Prat, por empezar por lo más destacado, llegó al largometraje tras pasar primero por la arquitectura y después de una larga carrera en el cine como script, es decir, como notaria de los saltos de raccord, de los despistes de los actores y como advertencia incluso para directores con ínfulas. Uno quiere creer que de la correcta comprensión de los espacios y los volúmenes como arquitecta y de la precisión y gusto por las plantillas de Excel como script, surgió la directora que es. Vasil, su primer y tardío trabajo, sorprendía por su fidelidad a los gestos pautados, a las frases apenas susurradas y a los movimientos de cámara geométricos, pero con alma. El suyo se antojaba un cine con piel que disfrutaba de las caricias. Suena lírico, quizá cursi, y en verdad, es extremadamente próximo, cercano, maduro, humano. Demasiado humano. Y eso, dado el panorama de una cinematografía española permanentemente enfurecida y exultantemente joven, es raro. Y bello. Mucho.
Su primera película hablaba de la amistad de dos hombres que encuentran en su despiste mutuo el camino que no buscaban. Uno era búlgaro y el otro no. Ahora, en Una quinta portuguesa, se cuenta la historia de otro hombre (siempre hombres) que un buen día se pierde. Como los de antes, pero de otro modo. De repente, sin que medie explicación ni aviso, su mujer se va, le abandona. Pero no lo hace por resentimiento, desamor o nada parecido al odio. Simplemente se va a la Serbia de la que procede y donde nació. Y eso, duele no tanto de dolor sino de incomprensión, que duele más. Y así hasta que un día, pura casualidad, consigue hacerse pasar por otro hombre y se inventa una nueva vida en Portugal, en una finca de almendros junto a la tristeza de un personaje al que da vida Maria de Medeiros. Nuestro héroes era profesor de Geografía amante de los mapas y ahora será jardinero anclado al territorio. El mapa y el territorio, la representación y la realidad. Bonita reflexión.
Lo que sigue, de la mano de un Manolo Solo descomunal (es decir, de un Manolo Solo como siempre), es el relato meticuloso y profundo de un camino de vuelta; un camino de regreso sin que quede claro nunca desde dónde y tampoco adónde. Lo que importa es, por así decirlo, el camino mismo, la sensación no tanto de búsqueda como de encuentro, que en verdad es reencuentro. Prat hace de su cine una declaración de principios a favor de algo así como la geometría emocional, el rigor de las sensaciones. Es cine emotivo en su sencillez, claro en su dicción, profundo en su dialogar profundo, feliz en su anómala y muy profunda melancolía. La belleza surge de la sorpresa ante lo impredecible de puro y profundo cotidiano. Y así.
EL CONTRASTE COMO MOTOR DRAMÁTICO EN 'LA TIERRA NEGRA'
El caso de Morais es distinto de puro parecido. Ahora la idea es contar la más tremenda y agria de las historias, pero desde la mayor (que también es la menor) de las calmas, desde la más acalorada y brutal de las frialdades. La idea de La tierra negra es convocar a los fantasmas de la España rural indomesticable e indomesticada, pero hacerlo desde la severidad brechtiana, o bressoniana, como se quiera. Se habla de odios atávicos, de afrentas milenarias y de asesinatos cuya sangre deja una costra de pedernal, pero desde la claridad casi piadosa de una dramaturgia que se niega a sí misma. Los personajes, de hecho, son más arquetipos que simples individuos.
Se cuenta la historia de dos hermanos acosados. Ella, a la que da vida Laia Marull con una solidez que asusta y asombra a la vez, vive perseguida por una vida que no fue. Quiso huir del pueblo y el tiempo y sabe dios qué misterios pedestres la hicieron volver. Él (soberbio Andrés Gertudrix) se limita a sobrevivir con el recuerdo de un padre tiránico y ya fallecido; un padre que no acaba nunca. Todo el pueblo les desprecia y ellos resisten. Y así hasta que un día aparece un personaje extraño (Sergi López), medio santo, medio loco, que todo lo cambiará. Aunque no necesariamente para bien.
Morais construye su historia con el gesto de una leyenda intemporal, un mito sin tiempo que hace de la paradoja su forma de estar en el mundo. Furiosa, emotiva y mundana, pero desde una quietud casi sagrada. Así avanza una película que busca la anomalía con fe ciega. Y ahí, muy cerca de lo inquietante, a apenas un paso del miedo, logra acercarse mucho y de manera muy convincente a la belleza. De eso se trataba. Sin duda, una gran día para el Festival de Málaga, para la lluvia y hasta para el pez plátano.