Desde la fundación de la República Islámica, en 1979, es la segunda vez que el régimen se ve en la tesitura de afrontar la pérdida de un presidente en ejercicio. La muerte de Ebrahim Raisi en un accidente de helicóptero llega en un momento convulso para las autoridades iraníes, que sufren un profundo cuestionamiento internamente, y al mismo tiempo, en el contexto exterior, se encuentran inmersas en la encrucijada del conflicto de Gaza y sus implicaciones regionales.
La arquitectura de la República Islámica deja poco lugar a la improvisación y el puesto de Raisi ha sido rápidamente reemplazado por su vicepresidente, Mohammad Mojber, que ha tomado las riendas de la Presidencia de forma interina y será una de las tres personas de un consejo -junto con el presidente del Parlamento y el jefe de la Judicatura- que organizará elecciones presidenciales dentro de 50 días, como prevé la legislación. Pocas cosas van a cambiar en un sistema que está encabezado por el ayatolá Ali Jamenei, pues es el guía supremo quien realmente maneja los hilos de la política interior y exterior de la antigua Persia. La figura del presidente tiene poco margen de independencia en las decisiones y a menudo es útil al guía supremo para servir como chivo expiatorio y eludir críticas.
Jamenei se ha servido de esta facultad para descartar o impulsar figuras políticas, como fue el caso del presidente moderado Hasan Rohani, el predecesor de Raisi. Rohani fue vetado para presentarse a las elecciones legislativas y a la Asamblea de Expertos del pasado 1 de marzo. Los políticos reformistas y moderados fueron excluidos en masa de estos comicios, que como resultado inundaron los escaños con la marea ultraconservadora y la corriente de la línea dura tradicional.
La sorpresiva muerte de dos de las figuras clave del régimen sin contar al guía supremo -Raisi y el ministro de Exteriores, Hosein Amir Abdollahian- en un contexto de guerra regional y amplia división y descontento popular internos, no deja de crear una sensación de vértigo, incertidumbre y ruptura sobre el futuro del país.
Está en manos de Jamenei aprovechar esta ventana para reconciliarse con la sociedad iraní, golpeada por la profunda crisis económica que han provocado las sanciones y la corrupción. Desde septiembre de 2022 una oleada de protestas se ha hecho eco de este descontento social y también, con el asesinato de la joven Mahsa Amini y otros cientos de manifestantes que tomaron su ejemplo, ha evidenciado la cruel represión del régimen a los derechos de las mujeres. En el exterior, la guerra entre Israel y Hamas en Gaza ha expuesto el papel de Teherán en el ascenso de la milicias afines en la Franja palestina y en Líbano, Irak, Siria y Yemen. Tras décadas librando un enfrentamiento en la sombra, Israel e Irán han estado este abril al borde de la confrontación directa. Las señales no permiten ver que la muerte de Raisi vaya a dar paso a una política de apaciguamiento en los frentes interno y externo. Más bien, los precedentes históricos apuntan a la tentación de un redoblamiento de la apuesta represiva contra la disidencia y de demostración de poder en el exterior, en un momento de máxima debilidad sistémica.
Sobre todo cuando los enturbantados tienen que afrontar la inminencia de la sucesión del líder supremo, de 85 años. Raisi estaba considerado hasta ahora como el mejor posicionado para convertirse en heredero de Jamenei, de igual forma que fue el propio Jamenei, presidente entre octubre de 1981 y agosto de 1989, quien a la muerte del imam Ruholá Jomeini -el fundador de la República Islámica le había designado como su sucesor años atrás- ocuparía su puesto.
Estos días Irán vive en una atmósfera y contexto muy diferente -aunque no menos tenso- al momento en que el presidente Mohammad Ali Rayai fue asesinado por la Organización de los Muyahidin al Jalq, grupo terrorista opuesto al advenimiento la República Islámica. El 30 de agosto de 1981, Rayai participaba en una reunión de la cúpula de Defensa iraní, junto al primer ministro -el cargo sería eliminado después-, cuando una explosión acabó con la vida de ambos altos cargos y otros tres oficiales. Rayai había tomado posesión del cargo tan solo una quincena antes. Jamenei -quien también había salvado la vida por poco en un atentado de los Muyahidin meses antes- le sucedió en el cargo interinamente y fue ratificado mayoritariamente en las elecciones de ese octubre. Fue el primer clérigo que ascendía a la Presidencia.
Sin Raisi, cercano aliado de Jamenei, la cuestión sucesoria toma un nuevo cariz. Patrick Wintour, analista diplomático de 'The Guardian', ha apuntado a que las miradas se dirigen ahora al hijo de Jamenei, Mojtaba, como posible heredero. Mojtaba es el segundo de los cuatro hijos del primer ayatolá y es la voz que susurra al oído de su padre. Tanto que el reformista Mehdi Karrubi llegó a escribir a Jamenei en 2005 para pedirle que cortara este influjo, lo que sin duda influyó en la caída en desgracia del ex candidato presidencial.
Es el guía supremo quien designa a su delfín, aunque la elección tiene que pasar por la Asamblea de Expertos, compuesta por 88 clérigos, en la que hay quienes se oponen a que la sucesión pase de padre a hijo. El propio Jamenei ha negado que esté preparando este desenlace, sin embargo, este es un momento en que aumentan las especulaciones. Más cuando parecía que Raisi iba a ser el próximo presidente de la Asamblea de Expertos, según apuntaba en X (la antigua Twitter) Sima Sabet, ex periodista y doctora en Ciencias Políticas iraní. Su desaparición aumenta la crisis de legitimidad del régimen y acrecienta el riesgo de inestabilidad en la región.