Cuando se lee la correspondencia romántica entre escritores vivos, un calor muy fuerte sube desde el labio a las pestañas, como una ola que hierve, como la puerta del horno cuando se abre de sopetón. Las cartas íntimas de lectura amable son solo las de los muertos, pues no fuerzan a la imaginación a fantasear con el desenlace. Si el escritor está bajo tierra, el que lee queda absuelto de tareas divinas. Puede continuar metiendo sus narices en su biografía amorosa sin miedo a que el cotilleo influya en el final. Se convierte, directa, en ficción.
De Emilia Pardo Bazán a mí me entusiasman los nombrecitos por los se refería a Benito Pérez Galdós: miquiño mío del alma, mi almita, te arranco el bigotito, mono, ratonciño, mi ratón. Los nombres que relevan al colorete de sus funciones recrean a la persona amada, la señalan y la hacen propia. Encienden las mejillas curiosonas para espantar sus oídos, que nada deberían estar escuchando. Delimitan y construyen una patria para dos. Fundan el duolecto, la variante del idioma a la que da a luz el amor y que se convierte en lengua muerta cuando la pareja rompe, pinchado para siempre entre las muelas, en esos montecitos carnosos de color rosa bajo la campanilla. El duolecto expira y las palabras en las que se habían encerrado los capítulos importantes -el día en que conocieron a sus abuelos, un viaje sorpresa compinchado con sus amigas, la primera tarde en la que uno de los dos habló con la voz reservada a los perritos y a los bebés- pierden el barniz que hasta entonces les confería la promesa del futuro. Empiezan a ahogarse.
Aunque las palabras funcionan como tuppers, que se rellenan de intención según el momento y el antojo, aquí se estampan contra la barrera. Una ley no escrita obliga a que los nombres del duolecto no se reutilicen con el siguiente amor. Cada historia debe moldear un mundo. Pero la metonimia de quien usa "amor" o "cariño" la desbarata: quien ama rebosa hasta que llama al otro por lo que es para él: Amor encarnado.
En todos los duolectos, como en el de Pardo Bazán, los animalitos llegan veloces a la lengua. Ratones, pichones, ratita, gorrión. Designan a lo vulnerable, lo que queda en manos de los hombres, la redondez que el instinto apremia a proteger.
En las afueras de Madrid empiezan a verse meloncillos, habituales del sur. Cuando salen a cazar, levantan la cabeza curioseando y, con la barriga al aire y los bracitos muy dignos junto al pecho, despiertan las ganas de subírselo al hombro y tararearle Hakuna matata. Pero pertenecen a la familia de las mangostas, capaces de devorar a un cocodrilo desde su interior. Parece un nombre apropiado para el catálogo de motes del amor.