Hacía mucho tiempo que no cogía un tren de media-larga distancia. En Atocha se embarca por Cercanías, un ligero jaleo. Los habitáculos de espera han sido concebidos casi como salas hospitalarias: la pantalla anuncia los muelles como las consultas y el turno de decir 33. Viajaba a Linares-Baeza. No defraudaron ni Renfe ni Óscar Puente, el ministro de buscando a Jessi, y el tren petó a la vuelta en Alcázar de San Juan. Una hora de espera, dos de autobús.
«Toreaba con el bolso tranvías / llevaba medias negras / estaba como un tren de cercanías», cantaba Sabina. La última vez que pasé por Jaén fue para ver torear a José Tomás en una tarde en la que literalmente se morían los pájaros de calor y el mito salió con la leyenda ligeramente herida, por el planteamiento y por el resultado. La penúltima ocasión fue para escribir de la provincia como el lugar más olvidado del mundo, dejado de la mano de Dios, el Gobierno central y el autonómico. Y la antepenúltima le pedí matrimonio a B., cosa que aún es recordada en casa con cierta coña. Aquel café se hacía romántico, con un aire parisino, la plaza ideal. Así que es posible que cometiera el mismo error que JT.
Jaén me provocó darle una vuelta al argumento de que Madrid no es ciudad para bicicletas por sus cuestas. ¿Quién dijo cuestas? La ciudad jiennense es una pendiente perpetua, una subida infinita, una etapa rompepiernas de la Vuelta Ciclista a España. Pero de Linares he regresado con el descubrimiento de la Taberna Lagartijo, un museo que esconde tesoros manoletistas desconocidos en Córdoba, Sevilla o Madrid.
Anoche asistí al Teatro Español a la representación de Historia de una escalera, de Buero Vallejo. Es tan justa la resurrección de Buero como injusta la amnesia de sus obras. Citar el Español es recordar indefectiblemente al inolvidado Gustavo Pérez-Puig. Y también a Mara Recatero, su viuda. Formaban una pareja de talento, gente buena, fumadores incansables.
Historia de una escalera se erigió ya en el colegio en mi libro favorito, quizá por esa melancolía extraña que no sabía de dónde venía. «Una escalera de vecindad es un ámbito ambiguo, inconcreto, por donde todos pasan y nada permanece salvo la fugacidad», ha escrito Jorge Bustos en elogiosa pieza bajo el temor de la regresión a la España/Europa del 49. Como los trenes de Puente.
Buero no era precisamente el jardín de la alegría, y cuando entraba por el Café Gijón se decía con guasa: «Ahí viene Buero, que en paz descanse». Quizá el Gijón habría sido un café más adecuado que el de Jaén para clavar la rodilla. No sé.