No sé si será una virtud o un trastrueque, un chollo o un pecado, un potencial literario, a la manera del realismo mágico, u otro desorden mental que sumar a la lista de mis goteras, que no son pocas. Me explico: desarrollo un acusadísimo síndrome de Estocolmo cada vez que entrevisto a alguien. Total: que en mi manual del periodista íntegro (si es que alguna vez yo fui bendecido con tal cosa) siempre termino echándole más zalamerías que tabasco a la prosa de todos mis encuentros; es sentarme frente al personaje de turno, de Bárbara Rey a Ricky Martin (de acuerdo, lo de Ricky es más puritita excitación que lo de Estocolmo), de un especialista en Física Nuclear a Martínez-Almeida, y el corazón se me derrite como un pedazo de tocino sobre las brasas. No me importan ni su sesgo ideológico ni sus antecedentes penales, ni su temperamento más o menos dócil o insoportablemente insoportable. Todo el mundo me parece increíble, como la foto más deliciosa de Marilyn.
Hace poco, escribí un Whatsapp a Esperanza Aguirre para proponerle una de las entrevistas que desde enero jalonan la contraportada de esta cabecera. No negaré que me imponía el personaje, cuya leyenda venía atornillada a las esencias de Margaret Thatcher, y no la tenía yo por una mujer dócil. Y sin embargo todo fueron facilidades, eficiencias, amabilidades. Tuvimos una conversación sin remilgos -Esperanza es más de cañonazos que de poesías-, y contra todo pronóstico, contra todo prejuicio, contra toda ideología... la doña me terminó ganando. Y ya no sé si es que ella es muy lista, o acaso yo soy demasiado zopenco.
Unos días antes, me pasó lo propio con Belén Esteban. Con ella iba más predispuesto al encandilamiento; como le pasa a todos los españoles de bien, la conozco como si fuera de la familia. Y me bastaron 20 minutos de charla para enamorarme y para entender el título de princesa del pueblo, la fama colosal, ese deje de barrio sin imposturas que lo mismo te habla del indecente precio de la vivienda que de la pensión de su madre. Sin necesidad del Master en Harvard, me fue pasando Belén revista a España y a sus cosas y me tuvo con el alma en vilo, ni menos ni más, como en todas esas tardes de gloria televisiva que lleva sobre las espaldas. Lo dicho, Belén: nos debemos un gintonic ahora que he acabado la ronda de hospitales.
Y así, podría seguir tirando de agenda de mis enamoramientos periodísticos como en un remolino sin final: Begoña Villacís, que ya es amiga de vinito y confidencias desde que nos conocimos aquella mañana de campaña en Chueca. O Rocío Carrasco, que me debe una escapada al centro con Fidel antes de que nos arrase el fin del mundo. Y el cachondo carrusel de Whatsapps que me traigo con Sonsoles Ónega al hilo de mi diario de calamidades. O Victoria Abril, que me estuvo consolando de un mal de amores entre pregunta y pregunta y me ahorró la cajita de orfidales. Y Paula Vázquez, mi gran descubrimiento de hace dos veranos, con la que me tiré una semana despotricando de hombres y otros vicios (buenos); y que, por cierto, también me debe un vis a vis a no mucho tardar. Vean con qué elegancia acabo de dejarle la pelota en su su tejado.