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DANA

Un día en familia en la zona cero de las inundaciones: "La riada es como un euromillón, te cambia la vida de un día para otro"

Acompañamos durante 24 horas a los Montoro Quevedo, una familia que sigue viviendo en el centro de Paiporta, municipio devastado por la riada del pasado 29 de octubre: "Es muy duro cargar con los cadáveres de tus vecinos", cuenta Daniel

La familia Montoro Quevedo en la planta baja de su vivienda, en Paiporta.
La familia Montoro Quevedo en la planta baja de su vivienda, en Paiporta.ALBERTO DI LOLLI
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Desde la esquina de la calle Primero de Mayo, justo donde hace una semana había una perfumería que hoy huele a podrido, y hasta el número 12 de la calle Sant Roc de Paiporta hay 51 metros y 20 o 30 montones de basura. Bueno, montones... Gigantescas montañas de basura. Dos montañas equivalen más o menos a una vivienda. Es como si alguien -pongamos la peor gota fría del siglo- le hubiera dado la vuelta al pueblo y lo hubiera rebozado entero en pura mierda. Ahora caminar por la calle Sant Roc es serpentear sobre el fango esquivando cientos de vidas cubiertas de mugre y apestando a lodo. Ahí tienen la vajilla de Elvira, los libros de Paco y su muñeco diabólico, el microondas de Marcela, los cuadros de Amparo y Antonio. Ahí tienen hasta el sofá de la señora alcaldesa.

Justo en los dos montones que dibujan un pasillo tétrico frente a los tres escalones que dan acceso al número 12 de la calle Sant Roc de Paiporta está la thermomix de Isabel y Daniel. Hay cuatro o cinco balones del pequeño Dani y el peluche de león de Júlia, empapado, supervisando la jungla de barro desde todo lo alto. Y están sus cajones y el sillón donde se sentaban a ver la tele, un ordenador de los antiguos, las sandalias de playa, la cafetera, las perchas de un montón de ropa que ahora está para tirar, la mecedora del bebé, los cuentos del abuelo, los tápers y el mantel para no manchar una mesa que nunca ha estado más sucia que ahora.

Aquí vive, que no es poco, la familia Montoro Quevedo. En mitad del apocalipsis, han decidido resistir en casa. "Necesitamos seguir juntos y seguir aquí. La logística es complicada, pero valoramos más la necesidad emocional de estar en casa".

Isabel Quevedo tiene 37 años y es profesora de educación infantil en Paiporta. Daniel Montoro tiene 42 y es informático en el Ayuntamiento de Benetússer. Se conocieron hace ocho años y tienen dos hijos. "No estamos casados, pero creo que lo nuestro ya es indestructible", dice ella. Dani cumplirá 6 años la semana que viene y tiene un camión nuevo que alucinas. Júlia aún no tiene 2 años y a las 7:30 de la mañana está desayunando una mandarina y un huevo kinder.

"Normalmente tienen capado el azúcar", se resigna su madre. "Pero ahora es lo más fácil y rápido. Y además ya no tenemos dónde esconderlo".

Los cajones, decíamos, los tienen sepultados en la puerta. Su calle es la zona cero de la zona cero de las inundaciones que sufrió la provincia de Valencia el pasado 29 de octubre. En Paiporta murieron más de 60 personas. Daniel cargó con unas cuantas la noche de aquel fatídico martes.

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"Acabábamos de llegar a casa, todavía no habíamos merendado y nos sentamos en el sofá a tomar un café con leche. Mira, justo aquí estaba el sofá". Y Daniel señala un manchurrón color café con leche en la pared del salón con una línea perfecta de suciedad que divide algunos cuadros por la mitad y delimita el más de metro y medio de altura que alcanzó el agua. "Entonces le pitó el móvil a mi mujer y nos dijeron que se había desbordado el barranco. Salí a la puerta, me asomé a la esquina y empecé a ver vecinos que estaban chillando: ¡Que viene el agua! ¡Que viene el agua! Era un hilito, nada, un dedo. Pero, mientras los vecinos se pusieron a grabar con el móvil, yo entré en casa y empezamos a recoger. ¿Ves esos tres escalones que tenemos en la entrada? Pues nos salvaron la vida".

Esos tres escalones marcan la diferencia entre que la inundación le llegara a Daniel por el pecho o le sobrepasara la cabeza. Lo primero que subieron al altillo de su casa fueron los juguetes de los niños, el ordenador portátil de Isabel y la tele de plasma. Lo último que pudieron salvar, las escrituras de la vivienda. Lo que vino después es una pesadilla que se repite casi en cada rincón de Paiporta.

"Estábamos haciendo una mochila con bebida y comida justo cuando reventaron las dos ventanas y entró toda el agua". La familia al completo se refugió en lo más alto de la casa hasta la una y media de la madrugada junto a su perro, Noah, un pastor alemán de 14 años que tiene cataratas y ya está medio sordo y medio cojo. Isabel y Daniel se pasaron media noche inflando un flotador gigante en forma de flamenco rosa por si había que salir de allí nadando, en plan aquapark pero sobre cascadas de fango. El flamenco rosa acabó siendo la cama improvisada de Dani y Júlia.

Un día en familia en la zona cero de las inundacionesRODRIGO TERRASA (Vídeo) / ELENA GONZÁLEZ (Edición) | ALBERTO DI LOLLI (Foto)

"Isabel se quedó con los niños y yo salí a la calle saltando de la nevera al sofá, de trasto en trasto, porque fuera se oía chillar a la gente", recuerda el padre. "No había luz, pero fui con una linterna y cuatro vecinos a sacar a la gente de sus casas. Rescatamos a vivos... pero también a muertos. Tres muertos había... Bueno, sacamos a dos porque el tercero era imposible acceder a él y lo tuvimos que dejar. Sacamos a muchos más vivos, pero es muy duro cargar con los cadáveres de tus vecinos. Eso ha sido lo peor. Es terrible, pero, mira, yo no me puedo quejar porque aquí estoy hablando contigo... Ya tenemos agua caliente y se vuelve a ver el parqué".

Cuando el termo de casa volvió a funcionar, Daniel mandó mensajes a todos sus amigos como si el Valencia hubiera ganado la Champions. "Lo que peor llevo ahora es tener la calle así. Yo todos los días se le digo a Isa: mañana o pasado seguro que vienen las máquinas. Y al día siguiente otra vez: mañana o pasado seguro que vienen las máquinas".

Son las ocho de la mañana, los niños se están limpiando los dientes e Isabel lleva un rato intentando hablar con el seguro. "¿Qué tipo de incidencia ha sufrido?", se escuchará al otro lado del teléfono unas cuantas horas después. Y aquí todos ríen por no llorar. "Dile que ponga las noticias", bromea Daniel.

La habitación de los pequeños es ahora el campamento base. Están los álbumes de fotos y dos billetes de 50 tendidos al sol, en el balcón se escurren las botas de agua y en la cesta de los juguetes ahora hay latas de atún, galletas en forma de dinosaurio y una bolsa de nueces. En el baño, junto a los botes de champú ahora tienen botes de cola-cao y de garbanzos.

La rutina es cada día la misma. O parecida, porque ahora, por fin, se pueden duchar con agua caliente. Duermen todos juntos en la misma habitación. "Siempre hemos sido muy tribu", dicen. Amanecen y después de desayunar llevan a los niños a pasar el día en casa de Silva, la hermana de Isabel, una cuarta planta algo apartada del centro. Júlia va en una mochila a la espalda de Daniel como si se fuera de excursión por los Pirineos y Dani camina chapoteando en cada charco porque para él todo sigue siendo un juego.

"La calle está muy rara", nos explica. "Hay muchas montañas, pero yo quiero que las quiten ya para que puedan montar la feria".

Dani saluda a los vecinos, le choca la mano a los militares y a los bomberos por el camino y recoge una bolsa de chucherías que le regala un soldado que está achicando agua unas calles más abajo. "¡Más azúcar!", se queda su padre. "Esto no se lo contaremos a mamá".

El camino desde su casa a casa de su cuñada es un viaje por un territorio en guerra. Hay furgonetas del Ejército, camiones de bomberos, policías venidos de todos los rincones de España, excavadoras, tractores, cientos de voluntarios empujando el agua con escobas y rastrillos. Todavía hay calles en las que el fango llega hasta la rodilla. "Mires donde mires es increíble". Daniel y sus hijos pasan por delante de una zapatería que regala pares sueltos a los vecinos, por colegios reconvertidos en bancos de alimentos y tiendas hechas añicos. En una esquina coinciden dos pintadas: una llama "asesino" a Sánchez y la otra "traidor" a Mazón.

"Yo no creo en la política", dice Daniel. "Cada uno tiene su ideología en función de su estatus y el dinero las acaba viciando todas".

Con los niños a salvo pasa por el almacén de su padre para revisar el estado de los coches de la familia. La crecida del barranco del Poyo arrasó con los bajos de sus tíos y sus padres. De todo lo que ha perdido Daniel, lo que más le duele es una furgoneta camper con la que escapaban de viaje en vacaciones. De vuelta a casa carga con una hidrolimpiadora para tratar de salvar algunos electrodomésticos con agua a presión. En el número 12 de la calle Sant Roc sigue Isabel persiguiendo a los del seguro. Han venido varios amigos del pueblo y otros llegados desde Torrent y Barcelona para ayudarles a limpiar. También dos voluntarios. Él se llama Michal, tiene 33 años, es polaco y vino desde Alicante. Ella se llama Isa, tiene 28 y ha viajado desde Murcia. Los dos son azafatos de Ryanair.

"Yo he llorado mucho de impotencia, pero sobre todo de emoción", confiesa Daniel. "Lloré al ver llegar las mareas de voluntarios. Cuando vinieron la primera vez a limpiarme la casa les di un abrazo y rompí a llorar".

En un par de horas, las paredes marrones del salón vuelven a ser blancas. "Ni siquiera vas a tener que pintar", bromea alguien.

Hace un rato escuchábamos una conversación parecida en la calle:

-¿Cómo estás, Carmen?

-¿Yo? Estupendamente. Estoy tan bien que estoy redecorando la casa.

Cuenta Isabel que la cobertura funciona tan mal en la zona que la gente ha vuelto a comunicarse como en los viejos tiempos. De balcón a balcón. Llamando al timbre del vecino. Justo enfrente de su casa viven dos ancianos a los que les hacen llegar una escoba y una botella de lejía dentro de un cubo que lanzan ellos con una cuerda desde el balcón. Amparo y Antonio no han salido de casa desde la inundación.

En el rato que los voluntarios ayudan a limpiar el domicilio de los Montoro Quevedo no paran de pasar por la puerta grupos de chavales que ofrecen de todo. Productos de higienes, escobas, fregonas, desinfectante, guantes, botas, lechugas, hasta brócoli, botellas de agua, leche, potitos, comida para celíacos... Casi a las dos de la tarde, por fin, llegan los bocatas.

Daniel e Isabel comen unos bocadillos de jamón con mantequilla que reparte la ONG World Central Kitchen, que el chef español José Andrés ha desplegado por todos los municipios afectados. El miércoles estuvo Rosalía repartiendo comida en Paiporta. Y hace unos días -cuenta Isabel- vino la humorista Paz Padilla. Daniel e Isabel llevan toda la semana comiendo bocadillos. De postre alguien ha traído una bolsa de bombones. Todos comen de pie porque ya no hay sillas donde sentarse. "Se nos ha olvidado lo que es no estar de pie", dice Isabel.

-¿Qué es lo que más echas de menos?

-El ritmo normal. Poder estar aquí tranquilos, en el sofá, con los niños jugando alrededor. Echo de menos el día a día, pero sólo podemos celebrar que estamos vivos.

-¿Y tú, Daniel?

-Te diría tantas cosas... Pero echo de menos tomarme una cerveza fresca. Tener la nevera para tomar algo frío.

-¿Creéis que esto os va a cambiar la vida?

-Yo creo que no. Yo soy un hombre al que le gusta vivir la vida, disfrutar cada momento y sonreír todos los días. Soy muy optimista, tanto que Isabel se enfada conmigo. Hay que verle el lado positivo a todo y esto nos vendrá bien para tirar trastos, que mi mujer tiene demasiados. [Y los dos se parten de la risa] Ahora soy más consciente de los privilegios que tenemos: la suerte de tomarte un café, tener nevera, ducharte con agua caliente..

-¿Y cuál es la principal lección que te deja lo que ha ocurrido?

-Que no hay tiempo que perder. Si quieres hacer algo, hazlo ya. Porque igual no hay mañana. Igual que un euromillón te cambia la vida de un día para otro, una riada también.

Un poco antes de las cuatro de la tarde, Isabel se va a buscar a los niños. Daniel se queda en casa intentando recuperar dos enchufes y la red de internet. Lo consigue. Otra Champions del Valencia. A las seis se da una ducha y sale ya casi a oscuras para reencontrarse con su familia. Cenan en casa de su cuñada. Hoy hay caldo, pechuga de pollo y patatas fritas. También un plato de queso y fuet. ¡Y cerveza fría! El pequeño Dani pregunta dónde están aquellas chuches que le regaló un soldado por la mañana.

A las ocho están de regreso. La vuelta a casa parece una escena de la serie The Walking Dead. Ya es de noche. Llevan linternas para ir esquivando escombros y alcantarillas. Dani maneja una barra de luz como si fuera Luke Skywalker en Tatooine.

"Lo más duro es la noche", admite Isabel. "El cuerpo está cansado pero la cabeza no para. Quieres descansar pero estás deseando que se haga de día pronto para poder seguir limpiando. Vivimos instalados en el día de la marmota".

Daniel está convencido de que mañana o pasado vendrán las máquinas.

Dentro de casa vuelve la luz. Ya empieza a oler a limpio. Los cuatro suben a la segunda planta, su primer refugio hace ahora 11 días cuando todo se desmoronó ahí fuera. La habitación de los juguetes, las latas de atún y los garbanzos es ahora una burbuja en mitad del caos más absoluto. Encima de sus cabezas hay un cuadro que sigue colgado en la pared. Este no tiene ni una gota de barro. Dice: "No hay sueños imposibles".

A la mañana siguiente, por la esquina de la perfumería, a apenas 51 metros del número 12 de la calle Sant Roc, se ven llegar las máquinas por primera vez.