Hace justo una década, cuando Donald Trump, un empresario multimillonario y charlatán célebre por sus apariciones en televisión, anunció de forma oficial su candidatura a la presidencia de los Estados Unidos, el mundo se dividió entre aquellos incrédulos que se tomaron a chufla la irrupción en política de un personaje tan estrambótico y quienes trataron de descifrar las claves de un fenómeno que parecía inédito. Su estilo grosero, su bravuconería, su supuesta sinceridad extrema, sus mentiras sin complejos, su tono prepotente, su desprecio... "Podría disparar a gente en la Quinta Avenida y no perdería votos", presumió. No le faltaba razón. Todo era fascinante e inverosímil a partes iguales, pero no necesariamente espontáneo.
Fue entonces cuando un periodista de Dallas llamado Rudolph Bush señaló por primera vez al futuro presidente de Estados Unidos como "el rey de todos los trols".
"La retórica de Trump no es tan fresca ni original", advirtió entonces Bush en The Dallas Morning News como si estuviera adivinando el futuro desde las páginas del horóscopo. "Su retórica puedes verla todos los días de la semana en la sección de comentarios de cualquier artículo que trate sobre política. Se escucha alto y claro en cualquier anónimo que pasa sus días troleando en internet. Trump es hostil, moralista, insultante, flexible con la verdad, indiferente a la razón", decía su retrato. "Desafiemos a Trump por sus ideas y él nos atacará como seres humanos. Es un perfecto trol".
Diez años después, aquí estamos. Donald Trump ocupa el trono de la Casa Blanca por segunda vez y su estilo está más desaforado que nunca. La escena de hace unos días, durante la bronca recepción a Volodimir Zelenski en Washington, resume perfectamente el nuevo panorama. Un momento trascendental para la geopolítica mundial convertido en una suerte de dramática chirigota.
El tono chulesco, la sobreactuación y la exageración, las falsedades, el desprecio, el insulto, el acoso y el matonismo, los zascas, la teatralidad, el absurdo. Un punto de comedia también. Todos los elementos que reinaban hasta hace nada en los foros más oscuros de la red, el clima tóxico que era tendencia en Twitter hasta que la gente se cansó de su tufo, han escapado de la esfera digital. El troleo ha explotado la burbuja de internet y ahora gobierna el planeta. Trump, "el rey de todos los trols", representa el imperio de los haters de carne y hueso, el ascenso de la nueva troligarquía.
"La irrupción de los trols en las redes sociales fue un duro golpe a la democracia. Ahora ese comportamiento ha salido de las redes y ha escalado hasta lo más real que puede haber en la sociedad estadounidense: la Casa Blanca".
Quien habla es el asesor de comunicación y consultor político Antoni Gutiérrez-Rubí, uno de los primeros expertos en vaticinar el advenimiento de lo que él llamó la postpolítica, ese sucedáneo de democracia en el que la realidad influye menos en la formación de las decisiones públicas que los pensamientos y creencias basados en prejuicios, obsesiones o falsedades. "Esa plasticidad para convertir la emoción en acción electoral es la gran novedad de este tiempo. El grito, el desafecto y el insulto se han convertido en un nuevo formato electoral y de gobierno", explica.
La estrategia, rastrea Gutiérrez-Rubí, arrancó como una táctica casi marginal y mayoritariamente anónima para desestabilizar debates en foros de internet y redes sociales, pero su eficacia hizo que la fórmula se fuera ampliando.
"Los trols de internet, que surgieron de los pantanos poco profundos de los foros en la red o de las partes de YouTube que aún no estaban dominadas por Taylor Swift, han logrado alcanzar sorprendentes cotas de notoriedad", alertaba el año pasado el profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Michigan Matt McManus en un artículo en el que ascendía ya a Trump como el troll in chief, el trol en jefe de la política mundial. "Él es en gran medida un síntoma predecible de nuestra cultura, un conservador posmoderno que juega con la verdad porque ha descubierto que su audiencia está más interesada en ser entretenida que en ser informada".
Antes del desembarco de un trol con tupé oxigenado en el Gobierno de Estados Unidos, la burbuja virulenta de las redes sociales ya era gigantesca. "Se fue extendiendo lentamente para atacar y humillar a políticos que no pensaban como ellos, se convirtió en una estrategia de acoso y derribo cuyo objetivo era amplificar la polarización, erosionar la credibilidad de la política y sembrar la discordia", apunta Gutiérrez-Rubí. Y la ira anónima pasó poco a poco a un acoso con nombres y apellidos protagonizado por quienes querían colarse en los titulares, ser tendencia, ganar followers y brillar frente a una ciudadanía "cada vez más conectada y más enfadada".
Spoiler: funcionó. Y la burbuja nos reventó en los morros.
"Para ellos, el liderazgo en sí mismo es una broma. Se están troleando entre sí. Nos están troleando a nosotros. Han hecho de la travesura un mandato"
"En un contexto de desafección y de descrédito, esos ataques, esa bravuconería provocativa, esa manera de humillar a los adversarios sin importar que la acusación sea o no verdad, ha dado réditos", lamenta el politólogo español. "Por un lado, ha conseguido movilizar a millones de activistas. Y por otro lado, ha llevado al poder a quien usaba esta estrategia. Hoy todo el entorno de Trump ejerce de trol, se comporta igual, ataca y humilla, y seduce con este modo de comunicar a una enorme comunidad de ciudadanía conectada, que cree a pies juntillas en su líder", explica.
En este paisaje enfangado, el liderazgo político se convierte en una suerte de "performance permanente"-dice Gutiérrez-Rubí-, un reality de emisión ininterrumpida donde lo importante es mostrar siempre una identidad antagonista frente al "otro", frente al enemigo, frente a quien no piense como ellos. "La emoción frente a la razón".
Si en su momento el impacto de la televisión recreó el discurso público a su imagen y semejanza, ahora ha ocurrido algo parecido con el impacto de las redes. "Si la tele convirtió la política en entretenimiento, entonces se podría decir que las redes sociales la convirtieron en un enorme instituto, repleto de chicos populares, perdedores y abusones", advertía en 2017, durante los primeros meses del primer Trump en la Casa Blanca, Jason Hannan, profesor de Comunicación de la Universidad de Winnipeg y autor de un ensayo casi profético sólo publicado en inglés que podríamos traducir como Troleándonos a nosotros mismo hasta la muerte: democracia en la era de las redes sociales.
Su trabajo analizaba cómo el abrumador éxito de Barack Obama en las redes sociales allá por el año 2008 al grito de Yes, we can acabó resultando "una maldición" para los partidos progresistas. "Asumieron arrogantemente que el futuro les pertenecía, que las redes sociales eran el terreno de una generación más joven de hipsters liberales versados en ironía, memes y hashtags, al tiempo que asumían que los conservadores eran una generación en gran medida desorientada de ancianos con problemas tecnológicos que apenas podían entender el mundo exótico de los Facebook, los Twitter y los SnapChaps. No podrían haber estado más equivocados".
"El troleo se ha generalizado", proclama el profesor Hannan. "Ya no se limita a los rincones más oscuros de internet. El presidente de los Estados Unidos es un trol. No es una exageración decir que el discurso público estadounidense se está recreando ante nuestros ojos a la luz de Twitter. El denominador común en todo este ruido blanco es la lógica del insulto: quien insulta más duramente gana".
"Si la televisión convirtió la política en entretenimiento, las redes sociales la convirtieron en un enorme instituto, repleto de abusones"
Donald Trump, decíamos, es el trol mayor del reino, pero no es el único espécimen. Hace sólo dos semanas teníamos a Javier Milei agitando una motosierra antes de regalársela a Elon Musk para celebrar los recortes en Estados Unidos. Parecía un meme, pero también era real. Y en España es fácil encontrar trazas de trolismo casi a diario en diputados, alcaldes, ministros, presidentas y presidentes. Nuestro caso más paródico es quizás el de Alvise Pérez, que pasó de agitador ultra en Telegram a eurodiputado tras prometer en campaña que sortearía su sueldo público entre todos los españoles que leyeran su newsletter. Por supuesto, no lo hizo, pero para entonces ya le habían votado 800.763 personas.
En esa misma convocatoria electoral, Grecia eligió como eurodiputada a una estilosa abogada de extrema derecha llamada Afroditi Latinopoulou que se viralizó en internet por criticar a los gordos y censurar las axilas femeninas sin afeitar. Y en Chipre, un youtuber llamado Fidias Panayiotou, se convirtió en la tercera fuerza del país en el Parlamento europeo tras pasar 100 horas dentro de una bolsa de hámster en su canal.
No, tampoco es un chiste.
"Estos líderes no se limitan a mentir, a decir cosas erróneas o a tomar a la ligera la vida y la muerte. Para ellos, el liderazgo en sí mismo es una broma. Se están troleando entre sí. Nos están troleando a nosotros. Han hecho de la travesura un mandato", escribía a finales del año pasado en The Atlantic la periodista Megan Garber sobre el desembarco de la nueva Administración Trump. "Llamémoslo troligarquía y no tengamos ninguna duda de que su régimen es ineludible".
"Mires donde mires, lo grotesco parece haberse apoderado de todo", se lamenta el ensayista francés Christian Salmon, autor de varios títulos que han servido de brújula en estos tiempos convulsos. Hace casi 20 años, en Storytelling, anticipó cómo la obsesión por el relato sustituiría a la verdad. Tras dar en el clavo, alertó en La ceremonia caníbal de los peligros de convertir a los políticos en un producto de la subcultura mediática y pronosticó después que, cuando la palabra pública perdiera todo su valor, nos adentraríamos en lo que tituló La era del enfrentamiento. Sus últimos ensayos hablan de La tiranía de los bufones y El imperio del descrédito y anuncian todos los males del "poder burlesco" que se ha instalado en nuestras democracias mientras la población empieza a escapar de las redes como quien escapa de los restos de un tsunami.
Sólo en los dos últimos meses del año pasado, tras confirmarse el regreso de Trump al poder y el ascenso de Elon Musk a la Administración americana, la red social X -antes conocida como Twitter-, perdió casi tres millones de usuarios activos. Los cálculos de la consultora Emarketer estiman que, desde que Musk adquirió la plataforma en 2022 hasta principios de 2025, X ha perdido siete millones de usuarios activos mensuales en EEUU. Otros seis millones más se han esfumado en Europa y Reino Unido sólo entre 2023 y 2024.
Twitter ya no sirve porque el mundo real ya es como Twitter.
"Cada día, millones de internautas se cruzan en la superautopista de la información como refugiados que huyen de una catástrofe, cada uno aferrado a su capital social, a los pocos tuits que ha podido salvar de la estampida o que ha dejado atrás para siempre como fragmentos de una vida caduca", recrea Salmon. "Las redes sociales se convirtieron en campos de batalla con sus influencers, sus propagandistas, sus soldados... Ya no eran un foro global, sino el teatro de operaciones del descrédito, el gran mercado de la economía de la atención. Los algoritmos han destruido el ágora".
"El exceso, la desmesura y la mentira se han convertido en la regla en la competición por la atención y se han instalado en el debate público"
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? El intelectual francés señala al menos "tres sacudidas de descrédito" desde que arrancó la década de los 2000. La primera, los atentados del 11 de septiembre de 2001 y las mentiras sobre las armas de destrucción masiva en Irak. "Se pusieron en duda todas las narrativas del poder y las redes sociales surgidas en 2005 proporcionaron una cámara de eco a este descrédito, convirtiendo la duda en ira y extendiendo la sospecha a todos los discursos autorizados: políticos, mediáticos, científicos...". Los algoritmos, ya saben, hicieron el resto del trabajo. El segundo golpe de descrédito llegó con la crisis financiera de 2008 y la desconexión entre el discurso oficial y la calle. Y el tercer choque fue la pandemia de coronavirus. "El miedo ancestral a las epidemias mutó en las redes en conspiracionismo generalizado a escala mundial", explica. "Alimentada por el clamor del odio en internet, una retórica de la culpa se apoderó de las mentes de la gente y encontró en personajes como Donald Trump y Javier Milei a los portavoces de este descrédito".
-¿Habrá un final de esta espiral de descrédito?
-Vivimos una revolución global que Trump ha llamado la revolución del sentido común. Abarca continentes y se extiende de país en país como un virus. El supuesto sentido común está absorbiendo el espacio mismo del debate público. Fusiona nociones y universos antinómicos, el payaso y el técnico de la red, tradición y modernidad, oligarquía y turba enfurecida, élite tecnológica y pueblo MAGA, ficción y finanzas, telerrealidad y diplomacia, la utopía de los viajes espaciales y la fracturación hidráulica de los subsuelos... El sentido común es a las actuales revoluciones conservadoras lo que la emancipación de los trabajadores fue a las revoluciones socialistas. El sentido común pretende ser la emanación espontánea del propio pueblo. Es un globo de descontento lleno de helio. "Sólo el pueblo salva al pueblo", proclamaban los carteles de los airados manifestantes el pasado octubre tras las inundaciones de Valencia. El exceso, la desmesura y la mentira se han convertido en la regla en la competición por la atención. Una nueva forma de hegemonía se ha instalado en el debate público, combinando y confundiendo el poder de lo grotesco con la omnipotencia de los poderes autoritarios.
-¿Hacia dónde nos dirigimos entonces?
-Las provocaciones verbales, las bufonadas, los insultos, el autobombo y los improperios ya no sólo son practicados por las estrellas del boxeo y del baloncesto para ganar notoriedad, sino por cualquier internauta en busca de clics y retuits y por el principal de ellos, Donald Trump, a quien una revista estadounidense ha calificado de "rey de las paparruchas". El modelo Trump se basa en el enfrentamiento, concebido como una categoría político-histórica que obedece tanto a la figura retórica de la hipérbole como a la escenografía del combate. Es el combustible de la telerrealidad, que se construye sobre el modelo de la lucha libre. Con Trump, ya no estamos enteramente en la esfera de la política, ni siquiera de la racionalidad geopolítica. Su modernidad reside precisamente en esto. Está sacando a Estados Unidos del ámbito de la política de una manera vertiginosa.
Volvamos un momento a la escena en la Casa Blanca. Tras la tensa e insólita bronca entre Trump, su vicepresidente Vance y Volodimir Zelenski, el nuevo presidente de Estados Unidos amenazó por última vez al líder de Ucrania. "O haces un trato o nos vamos", le advirtió. "Y si nos vamos, pelearás solo. No creo que vaya a ser bonito, pero pelearás solo". Después se despidió de los medios de comunicación: "Bueno, ya está bien. Creo que hemos visto suficiente. Eso sí, esto va a dar unas audiencias en televisión brutales, se lo aseguro".