La vista larga y la palabra corta definen a Andrés Iniesta, un personaje introvertido y observador, siempre en busca de un refugio emocional. Hay algo del niño que abandona la casa demasiado pronto. En el fútbol le sucedió algo parecido. El cuerpo de niño no lo abandonó jamás, por lo que, dada su inferioridad física, los algoritmos del juego que generaba su mente, una mente no siempre en paz, como la de todos los genios, necesitaban soluciones. Iniesta las encontró en la tercera jugada. Era su secreto.
Las entrevistas a Iniesta eran de catálogo, con respuestas mecanizadas. La intervención de un mediador, alguien muy cercano al futbolista, cambió esa vez la atmósfera, poco después de ganar la Eurocopa 2008. Sentía confianza. Entonces dio la respuesta que lo explica futbolísticamente: «Desde que empecé a jugar, supe que estaba en inferioridad, porque todos eran más fuertes que yo. La única forma de sobrevivir era pensar más allá de lo que lo hacían los demás, tener una jugada más». Al ser preguntado por cuál era esa jugada, dijo: «La tercera. Cuando recibo el balón o encaro a un rival, primero está la jugada que pienso yo, después la que piensa el contrario que voy a hacer. Entonces pienso en una más, sorprendente, inesperada, ganadora. Por eso siempre tengo una jugada más».
El talento había nacido, pues, de la carencia. Iniesta sólo necesitaba un deporte en el que cupieran todos, altos y bajos, fuertes y frágiles, y un ecosistema en el que las primeras selecciones no dejaran atrás a los más débiles físicamente. La Masía era el lugar perfecto.
Ese Iniesta fue el exponente de la contracultural revolución de Luis Aragonés para cambiar el paso a la furia española. Guardiola lo convirtió en una pieza de la clave de bóveda del mejor Barça de la historia y Del Bosque puso todos los medios de la Federación para sacarlo de una depresión y lograr que este futbolista llegado de un lugar de la Mancha, sin cuerpo de armadura pero con la vista larga de un caballero, entrara en la historia de España.