Vicente Sánchez todavía recuerda la mirada de su hijo Rubén. Esos ojos que sonreían tras escuchar las ocurrencias de su padre, como aquella que le soltó en una fiesta: «Hijo, aquí no me vayas a decir "papá". Si me dices "papá", no vamos a ligar ni tú ni yo». Esa mirada juvenil con «unas ganas de hacer cosas enormes» y que soñaba con ser campeón de atletismo de España. Esa mirada que en 1995 dejó de pertenecerle y pasó a ser de otra persona.
Dos motoristas amantes de la velocidad se llevaron por delante a Rubén el 2 de abril de 1995. Apenas tenía 16 años. Sus padres aceptaron donar sus córneas. «Sabemos que algo quedó por ahí de Rubén, que alguien recuperó algo tan necesario como la vista», rememora Vicente. Desde entonces, él intenta concienciar a los «adictos a la velocidad» para evitar tragedias.
El padre de Rubén es el presidente de la asociación Prevención de Accidentes de Tráfico (PAT), pero hace una salvedad cuando habla de casos como los de su hijo: «No son accidentes. Un accidente es algo fortuito que no se puede evitar, y la mayoría de los daños que se producen son siniestros evitables». Auténticos dramas son ocasionados por conductores adictos a la velocidad que se convierten en kamikazes. La última víctima en España fue una mujer embarazada que murió el 20 de octubre en Logroño por culpa de un kamikaze al volante.
La psicóloga Belén Picado aclara que «es más preciso hablar de una adicción a la adrenalina o adicción al riesgo». Por lo que «la velocidad es una de las muchas situaciones que pueden desencadenar una descarga de adrenalina, pero no es la única». En contraparte, el psicólogo Luis Antón, de IPSIA Psicología, señala que no existe tal adicción: «No podemos llamar adicción a cualquier comportamiento que nos cause problemas... Cuando hablamos de adicción a la adrenalina, se entiende que hablamos de personas que tienen una tendencia a tomar riesgos». El prefiere referirse a esta situación como un rasgo de la personalidad denominado «búsqueda de sensaciones».
No obstante, Picado insiste en que la adrenalina puede generar adicción por su estrecha relación con otra hormona. «La adrenalina estimula la producción de dopamina, una hormona conocida como la hormona del placer, que es la encargada de que nos sintamos tan bien que queramos repetir la experiencia. Esto explica por qué, al igual que un adicto busca su dosis, un adicto a la adrenalina siente una necesidad compulsiva de experiencias de riesgo».
Uno de esos adictos a la adrenalina comparte con Crónica cómo es lidiar con ese hándicap. Su nombre no es Gonzalo, pero así se llamará en este reportaje para proteger su identidad. De 1998 a 2005, cuando Gonzalo tenía entre 18 y 25 años, destrozó al menos un coche al año. En ese periodo, fueron «alrededor de siete o 10 partes». Iba con tanta rapidez que no era capaz de frenar el coche. Él pasó algún susto al volante, pero, al ver que salía indemne, volvía a pisar el acelerador.
El peor choque lo vivió el 28 de octubre de 2003 a las 9:25 horas. Conducía su deportivo rojo descapotable. «Perdí el control. El coche dio varias vueltas de campana». La parte delantera quedó completamente destrozada. Tanto que cuando el mecánico recibió el coche en el taller pensó que el conductor había muerto.
«Cuando te gusta correr, no ves el peligro», reconoce Gonzalo y describe la sensación placentera que le da la rapidez: «Es la adrenalina de ver cómo sube la velocidad del coche. Tú ves cómo el marcador sube y vas pasándotelo bien, como el que va al cine o como al que le gusta darse un masaje».
EL EXCESO DE ADRENALINA
La psicóloga Picado ahonda en las consecuencias de esta adicción. A nivel físico, las descargas continuas de adrenalina «aumentan el riesgo de hipertensión, problemas cardíacos, insomnio y estrés crónico». Pero sus efectos más graves están en que «puede provocar conflictos y tensiones en las relaciones personales... Además, esta necesidad de vivir al límite puede llevar a tomar decisiones imprudentes que van a poner en peligro tanto la vida propia como la de los demás».
Cuando Gonzalo era más joven, sus seres queridos se preguntaban cómo era posible que, tras múltiples colisiones, él no desarrollara miedo a la velocidad. «El umbral de miedo lo tengo muy alto», justifica. Pero el temor lo tenían otros por él. Su padre le aplaudía que no fumara, ni tuviera ningún vicio, pero criticaba su forma de conducir. «La gasolina se te sube al cerebro», le decía.
Lo que de verdad se le subía al cerebro era la adrenalina, «que no sólo reduce la percepción del dolor, sino también el sentido de autocontrol y, en ocasiones, la empatía inmediata», explica la psicóloga Picado. «Cuando nuestro cuerpo está inundado de adrenalina, la corteza prefrontal, que es el área del cerebro responsable del autocontrol, la planificación y la toma de decisiones racionales, se desactiva parcialmente para priorizar una respuesta rápida e instintiva... Así que cuando estamos en pleno subidón de adrenalina y nuestra atención está enfocada en la emoción y el placer que sentimos, es posible que subestimemos el riesgo para nosotros y para los demás».
La adrenalina no sólo reduce la percepción del dolor, sino también el sentido de autocontrol y, en ocasiones, la empatía inmediata
Con 25 años, Gonzalo conoció a su actual esposa. «Me junté con una chica que ya me tranquilizó un poco», recuerda. Aquel joven veinteañero empezó a recapacitar. En ocasiones compraba peces para llevarlos como pasajeros a la pecera que tenía en casa. Entonces, «iba poco a poco para proteger al pez. Curiosamente ahí no tenía el instinto de correr».
Por el exceso de velocidad, Gonzalo perdió puntos del carnet y tuvo que ir a charlas pensadas para apelar a su conciencia. Hubo una que cumplió su objetivo: la narrada por Vicente. Dos motoristas, que no iban drogados ni bebidos, pero que por su afán de acelerar se cobraron una vida. Las similitudes fueron como un espejo para Gonzalo. «Esa historia me caló y recapacité... Fue una forma de autoflagelarme y decir: "Ostras, ten presente esto en todo momento"».
Vicente aún recuerda todos los detalles del día en que su hijo murió. Ese domingo Rubén fue a entrenar. Se preparaba para ir a los campeonatos de atletismo de España. Al volver, comieron en familia. Por la tarde tenía ensayo para una obra de teatro. «Salió de casa. Le abrí la verja. Cruzó la carretera. Se paró en el lado opuesto, se estaba poniendo bien la bolsa con el chándal y las zapatillas de entrenar», detalla Vicente como si lo viera.
«Vendré a las nueve», fueron sus últimas palabras. En eso pasaron las dos motos de gran cilindrada que estaban haciendo una carrera ilegal, según asegura Vicente. «La curva, en lugar de pasarla a 80, la pasaron a 180». Él y su esposa presenciaron el trágico momento en el que «el primero le arrancó la bicicleta de las manos y, en paralelo, el segundo le arrolló y le pasó por encima».
El padre de Rubén hizo todo por evitar ese no accidente. Desde 1991 denunciaba esas carreras ilegales. La última, relata, fue 28 días antes del atropello del joven. Después de la tragedia, al padre le costó recuperarse. «Pasaron tres años y yo estaba enloquecido, pensaba que acabaría mal y tuve la suerte de encontrarme con la asociación». Desde entonces ha colaborado con PAT, ahora como presidente.
Con 27 años de trabajo para prevenir accidentes de tráfico, el presidente de PAT señala que «ha habido una variación positiva». En 1995, año de la muerte de Rubén, fallecieron 5.751 personas en siniestros, según datos de la DGT. El año pasado fueron 1.145 víctimas mortales. «Con la lucha que hemos llevado y sobre todo con la cantidad de información que hemos transmitido a la gente, hemos conseguido bajar las muertes. Es un logro, pero insuficiente, tiene que llegar a cero».
Los adictos a la adrenalina de la velocidad son una silenciosa amenaza. Asociaciones como PAT buscan hacer entrar en razón a los conductores temerarios. Pero, como cualquier adicción, no es fácil de superar. Gonzalo reconoce que aún le gusta correr con el coche. «Eso sigue allí. La cabra tira al monte... Es un problema, es complicado salir». La diferencia radica en que se controla para no hacerlo. Para no poner en riesgo la vida de otros, va a circuitos donde puede desahogarse con el acelerador y «correr lo que más pueda».
ADRENALINA EN MÍNIMOS
Como expone Picado, hay quienes optan «por satisfacer su necesidad de adrenalina en entornos controlados y bajo condiciones seguras, donde el riesgo para otros se minimiza considerablemente», así como hace Gonzalo. Ahí, entonces, está la diferencia entre un adicto a la adrenalina de la velocidad y un kamikaze. Como detalla la psicóloga, «los primeros actúan en contextos supervisados, regulados y con objetivos claros. Pero los kamikazes de la velocidad buscan la adrenalina de manera impulsiva, en vías públicas y sin considerar el riesgo para sí mismos ni para los demás».
Ante la imposibilidad del autocontrol, lo fundamental es buscar ayuda psicológica. Picado señala que «salir de este ciclo de búsqueda constante de adrenalina puede suponer un desafío, pero es posible. Lo primero es tomar conciencia de que se tiene un problema. En cuanto a la dificultad, depende de muchos factores. Al fin y al cabo, la adicción, sea la que sea, es la punta del iceberg... Pero hay que profundizar y buscar el origen de esa necesidad».
Salir de este ciclo de búsqueda constante de adrenalina puede suponer un desafío, pero es posible. Lo primero es tomar conciencia de que se tiene un problema
El psicólogo Antón, por su parte, recalca que «no es una adicción, sino una tendencia de comportamiento, en el que puede influir la búsqueda de sensaciones agradables como la evitación de emociones desagradables en las que se ha buscado realizar situaciones emocionantes para evitarlas». Aunque, de igual forma, recomienda la terapia para ahondar en qué hay detrás de esa tendencia: «Se tiene que realizar una buena evaluación en la que se pueda conocer la función que cumple la búsqueda de experiencias emocionantes en cada persona».
La terapia de Gonzalo consistió en ir voluntariamente a reuniones de PAT donde familiares de víctimas de siniestros compartían su dolor. De manera tal que, además de ir a circuitos, lo que mejor le funciona para mantener a raya las ansias de correr es la empatía. «No hay otra que pensar en el daño que se puede hacer», indica. A quienes más les cuesta controlarse, recomienda usar los limitadores de velocidad de los coches y evitar la música estridente al conducir. En definitiva, que cada uno detecte los factores que le impulsan a acelerar para sortearlos.
En ocasiones en el salpicadero pone un cartel con fotos de su peor accidente para recordar las consecuencias de exceder la velocidad. «No corras! Correr mata y destroza vidas (invalidez, familia, amigos, etc)! Si no, estos son los resultados. Lo importante es llegar... Vive!», es el mensaje que acompaña las imágenes de su coche destruido. Él ya no corre el riesgo de cobrarse vidas, como sí lo hicieron aquellos motoristas con Rubén. O como lo hizo ese kamikaze con una mujer embarazada de ocho meses.