Durante la campaña a las presidenciales de 2017, Emmanuel Macron publicó un libro para presentarse a sí mismo ante los franceses y a su movimiento, En Marche!, al que tituló de manera retórica Revolución. Y, más allá del recurso fácil a la propaganda, no estaba mal tirado, porque su candidatura a la presidencia de la República francesa supuso una demolición del sistema bipartidista (similar al de tantas democracias liberales) que había procurado estabilidad al país desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. La "gran transformación" de Macron precipitó, en un momento de fuerte presión populista, la extinción tanto del Partido Socialista (que, después de la renuncia de Hollande optó por un gris Benoît Hamon en lugar de por el ex primer ministro Manuel Valls) y de Los Republicanos, tras el estallido de un caso de corrupción que afectó al ex primer ministro de Sarkozy, François Fillon, que terminaría siendo condenado a cinco años por los empleos ficticios de los que se habían beneficiado durante años su mujer y dos de sus hijos. Sobre las ruinas de aquellos partidos, Macron se presentó a las elecciones con un movimiento transversal, que carecía de militancia y de estructura organizativa, pero que recogió votos (ahora sabemos que prestados) de todo el espectro político.
A diferencia de un gobierno de concentración nacional, el modelo de Macron sólo es sostenible en el tiempo mientras se mantiene el líder
Han transcurrido apenas siete años y el invento le ha estallado entre las manos al presidente y por extensión a toda la sociedad francesa. En un gobierno de concentración nacional, los dos partidos mayoritarios transcienden su ideología y su proyecto político para contribuir a la estabilidad del sistema, confluyendo en el centro, pero conservando su identidad y su propia organización. De tal forma que, superado el momento de crisis, ambos partidos pueden recuperar su autonomía y su programa. El modelo de Macron, sin embargo, sólo es sostenible en el tiempo mientras se mantiene el líder, en este caso él, o si este tiene un recambio natural, que podría ser el actual primer ministro, Gabriel Attal, pese a que carece del carisma y la personalidad de su mentor. De lo contrario, como ocurre ahora, la ciudadanía se ve obligada a elegir entre dos opciones antisistema, ya que los partidos con visión de Estado han desaparecido. Los resultados de la segunda vuelta de las legislativas celebradas el pasado domingo son bastante elocuentes. Pese a la euforia socialdemócrata y el reparto final de escaños, en número de votos ganaron la extrema derecha de Le Pen (con más de 10 millones) y la extrema izquierda de Mélenchon (con siete millones). En tercer lugar, con poco más de seis millones y medio, Ensemble, de Macrón.
Si en los tres años que quedan aún de mandato presidencial no se reconstruyen los partidos tradicionales, Francia se verá abocada a una presidencia radical. Encontrar un sustituto convincente de Macron no serviría sino para prolongar una situación insostenible, ya que el descontento ha llevado a los franceses a apoyar partidos dispuestos a acabar con el sistema. El bipartidismo, con no ser una solución política ideal, es aún capaz de abrazar a los extremos... para asfixiarlos después.