Asistimos, ante la desidia ciudadana, a algo hasta ahora insólito en la historia de España e incluso de Europa: la creación de un Estado dentro de otro Estado, confederado a él y con voz propia en la UE. No sabemos aún si será esta una situación transitoria hacia una independencia definitiva o un modelo que aspire a consolidarse y sirva de referencia para que otras regiones europeas sigan su ejemplo y asistamos a una desmembración paulatina de los sistemas del bienestar europeos: demasiado grandes y demasiado caros para un continente envejecido e incapaz de seducir a los inversores, cada vez más interesados en buscar la rentabilidad en otras partes del planeta.
Por eso, la creación de un gobierno de concentración nacional como el formado por Salvador Illa (con la incorporación en el Ejecutivo en puestos clave de dirigentes políticos del entorno ideológico -sensibilidades, le dicen- de ERC y de Junts) vino precedido, como ocurrió en el País Vasco durante la Transición, de un auténtico pacto de Estado para la instauración de una fiscalidad propia que garantiza la recaudación de todos los impuestos (nacionales, autonómicos y locales) de los residentes en Cataluña y el pago al Estado central, sin atender, por supuesto, a la solidaridad territorial de la que habla la Constitución, de una retribución por los servicios (aún) comunes.
Todo proceso revolucionario se consuma en el momento en el que la fuerza se impone a la ley, como en Caatluña, gracias a los Mossos
En el escenario de la toma de posesión sólo figuró, por eso, la senyera y entre el público asistente, además de cinco ministros del Gobierno, incluida la sonriente y orgullosa responsable de Hacienda, estuvieron políticos de probada condición corrupta, material y moral, como los ex presidentes Pujol, Mas y Torra. Muchos echarían de menos a Puigdemont, presente en la sala, pero sólo como un fantasma o hijo pródigo del que se espera su pronta llegada.
Y logradas la fiscalidad propia, la unidad política y la impunidad para los delincuentes padres de la patria, Illa, al día siguiente, fue a pasar revista a su ejército particular, esto es, los soldados que desde 2017, al menos, han obedecido fielmente las directrices políticas, aunque eso les haya llevado a desobedecer a los tribunales. Y es que todo proceso revolucionario se consuma en el momento en el que la fuerza se impone a la ley. Mientras Llarena pide informes sobre el esperpento de Puigdemont, Illa se acerca al cuartel general de los Mossos para confirmar que cumplirá su promesa de ascender al mayor Trapero, absuelto, pese a las evidencias de que la policía autonómica facilitó la celebración del referéndum ilegal. Y así, un Estado, dentro de otro Estado.