Es justo -y necesario, asumo la frase hecha- premiar a Demi Moore. Le han dado el Globo y seguramente le den el Oscar por su papelón en La sustancia, pero sobre todo por su carrera de más de cuatro décadas. Sin embargo, da la sensación de que la cosa esta vez no va sólo de talento. Y tampoco de cuota, en plan reacción -también justa y necesaria- postrumpista antiwoke.
Prefiero creer que se trata de meritocracia, que no meritocrazy: un reconocimiento unánime a su esfuerzo, voluntad, entrega a la industria del cine y capacidad para adaptarse al medio. Un medio tan inclemente con las mujeres como es Hollywood. Pocas actrices se me ocurren tan currantas como ella.
Le dijeron a Demi que lo que jugaba siempre en su contra a la hora de galardonarla era su filmografía palomitera, una excusa barata ya que el criterio de los académicos responde más a corrientes de pensamiento que a datos objetivos.
Además, ¿qué tienen de malo las películas taquilleras? No se pueden considerar buenas ciertas pelis hasta pasados los años, cuando las modas merder te encumbran a clásico.
Crecí con la BSO de Ghost girando en mi cabeza como aquel torno de arcilla que moldeaba Demi junto a Patrick Swayze. ¡Qué tórrido nos pareció aquello! También soñé con cortarme el pelo como Molly, su personaje –no con raparme la cabeza como la teniente O’Neil–. No me atreví. También por su culpa me planteé a los 14 si aceptaría acostarme con Robert Redford a cambio de un millón de dólares. Una proposición indecente, antesala de Only Fans...
De esos primeros 90 data el comienzo de la rendición obsesiva de Demi a los cánones estéticos del star system; aunque no tenía más remedio que plegarse a ellos si quería seguir siendo la mejor pagada (Gimme More) y continuar en la pomada.
El cuerpo machacado en el gimnasio del que presumió en Striptease acabó de dividir al público. Y eso que años antes rozó la gloria desnuda y embarazada para Annie Leibovitz, cuando formó una feliz familia junto a Bruce Willis, actorazo –también palomitero– del momento y padre de sus tres hijas. Con el divorcio llegaron los años difíciles. La relación tóxica con Ashton Kutcher y una evidente lucha contra el paso del tiempo que pocos hemos entendido –o respetado–.
La sustancia de la eterna lozanía que le está haciendo tocar el cielo a Demi y que tantas mujeres –ella la primera– nos inyectaríamos –si no atentara contra nuestra salud física y mental– le ha venido que ni pintada a la vieja –¡oh, soy edadista y misógina!– novia de América para relanzar su trayectoria y denunciar que, basta ya, «nunca somos suficientemente delgadas o jóvenes».
Elisabeth Sparkle, su terrorífico alter ego en la pantalla, podría apellidarse Moore, pero le brinda a Demi la oportunidad de autoparodiarse; incluso le otorga lo que más ansiaba: la ovación de la crítica sin necesidad de afearse.
Al fin se materializa lo que decía La Agrado en Todo sobre mi madre. «Una es más auténtica mientras más se parece a lo que soñó de sí misma». Polioperada, sí, porque me da la gana. Pero, sobre todo, luchadora. Libre. Feliz. Satisfecha. En paz. De eso va la película de vivir.