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De la existencia de Michael Ramírez nadie sabía. Un joven inmigrante colombiano con los papeles por regularizar y los sueños vigentes del toreo pasa inadvertido en la populosa Ciudad de México. Hasta que el pasado 5 de febrero saltó como espontáneo al ruedo del coso más grande del mundo, la Monumental Plaza México. No se trataba de una fecha cualquiera, sino del día de la despedida del maestro Enrique Ponce; ni era un toro cualquiera; sino el último de su carrera.
Allí apareció de la nada Michael con su muleta roja y una camiseta negra en la que se podía leer: «Libertad por la tauromaquia en Colombia y en todo el mundo. Quiero ser torero y en Colombia me lo quieren prohibir». Y entonces pegó los mejores naturales, los más coreados y trascendentes de su vida. Detrás de ellos hay todo un camino de miseria, lucha y supervivencia. Esta es la historia de Michael, el joven emigrante colombiano, mesero de noche, torero de día, que acabó fundido en un abrazo con Ponce y luego en comisaría.
Michael Ramírez nació hace 26 años en Manizales, Colombia, una ciudad donde la tauromaquia enraíza como tradición y cultura. Su padre, un hombre «sin oficio definido», sembró en él la pasión como polizón en la plaza de su ciudad, colándose en las tardes de toros. Pero su destino lo marcó una imagen imborrable: «La despedida de César Rincón en Manizales. La emoción de la plaza, el pasillo de honor, las flores cayendo como los gritos de "¡torero, torero!" mientras el maestro salía a hombros. Quería ser como él. Ahí supe que quería ser eso, torero».
Desde niño, en las calles de su barrio, jugaba al toro con su amigo Mauricio Salas, quien le enseñó el principio del camino. Pronto se inscribió en la escuela taurina «La Espada» y comenzó su verdadera formación. Debutó sin caballos en 2018 y con caballos en 2021, siempre buscando oportunidades para seguir toreando: «Entrenaba mientras estudiaba, luego empecé a trabajar para poder sostenerme. Pero siempre con la meta fija: llegar a ser matador de toros». Todavía sigue persiguiendo el sueño.
La gran aventura fue salir de Colombia. «Mi meta era ir a España o México», apostilla. Tras una actuación en Manizales en 2021, llamó la atención de la apoderada mexicana María Fernanda Parra, que lo invitó a tierras aztecas. Sus más leales amigos le financiaron los boletos del avión. «Ya en México me ayudaron con entrenamiento, pero querían cobrarme por torear y no podía pagar». Terminó trabajando de mesero por las noches para sobrevivir. Hasta que el también torero Jacobo Solís lo acogió en su casa. Las oportunidades no llegaban, los permisos de estancia en México caducaron y Michael sentía que el tiempo se le escapaba entre las manos. La frustración y la impotencia, y la situación de su país con «el gobierno prohibicionista de Petro», lo empujaron a planificar el plan de mostrarse al mundo taurino.
«Llevaba meses sin torear. En Colombia el gobierno nos está quitando la fiesta. Me sentía atado de manos. Tenía que hacer algo», cuenta Ramírez. Planificó cada detalle: compró una entrada en reventa para buscar una fila baja de tendido, encontró el punto exacto para saltar sin ser interceptado, escondió la muleta plegada como un cojín en una bolsa de plástico y el estaquillador -el palillo que arma la muleta- en un paraguas para pasar los controles: «Sabía que si algo salía mal, podía costarme caro».
Michael pasó la tarde en la Plaza México con el corazón latiendo a mil por hora, analizando cada movimiento, cada toro, cada espacio en el callejón. Necesitaba el momento perfecto. «Esperé hasta el séptimo toro, el de regalo de Ponce. La corrida había sido muy descastada y no me valía. Era la última oportunidad y ese toro tenía la movilidad que necesitaba», relata. Buscó sobre la zona de toriles el trampolín exacto: «Corrí y me lancé sin dudar. El toro estaba ahí y tenía que aprovechar cada segundo».
Le pegó los naturales de su vida ante el asombro de las miles y miles de personas que copaban la Monumental. «Era la única forma de que todo esto tuviera sentido. Expresar mi toreo». Lo retiró Pepín Liria de la cara del toro, y Enrique Ponce, idolatrado en México con un historial inalcanzable, lo abrazó: «Le pedí disculpas, le dije que lo hacía por mi país y por mi sueño. Me dijo que no pasaba nada. Se portó como un señor».
Después vino la parte amarga. La policía lo detuvo y lo llevó a la delegación Benito Juárez. «Ya tenía asumidas las consecuencias. No forcejeé», rememora. Un torero mexicano, Gitanillo de Tlalpan, que también es abogado, pagó la multa y lo liberaron. Ahora espera que todo esto no haya sido en vano. «Algunos empresarios han mostrado interés, pero aún no se han abierto las puertas que quiero». Su sueño sigue intacto: «Desde siempre he querido llegar a España. Es donde hay que estar para ser torero». Sin dinero y sin contactos, el camino es cuesta arriba.
El esfuerzo y la pasión de Michael son inquebrantables. Vive con lo justo, entrenando en parques y terrazas -las Terrazas de Coyoacán- cuando no puede acceder a la Plaza México. «No importa dónde, el caso es seguir preparándome», subraya con fe. Su único vestido de luces, berenjena y azabache, es el reflejo de su lucha: «Me lo regaló el maestro Emerson Pineda».
«Ojalá se abran puertas después de esto. Pero si no, seguiré buscando mi sitio», se despide. Mientras tanto, seguirá peleando la vida como mesero por las noches y soñando de día con una plaza llena, un toro bravo y una oportunidad.