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Un vídeo de un ciudadano sirio mostraba ayer a tres soldados asadistas tirando sus uniformes y poniéndose ropa de civiles en pleno centro de Damasco, al igual que hacían muchos evadidos alemanes de las SS ante la irrupción de los soviéticos en el Berlín de 1945. «La población corre frenéticamente para abastecerse de alimentos y productos básicos», contaba una mujer en redes sociales. «Muchas tiendas están cerrando y los artículos esenciales ya se han agotado. Nadie sabe qué está pasando y no hay una explicación oficial. La gente dentro de Siria se está dirigiendo a los que están en el extranjero para pedir información de lo que está pasando». Decenas de vehículos militares artillados con ametralladoras se dirigían anoche hacia el aeropuerto Mazzeh para huir con lo puesto.
El mapa de Oriente Próximo se redibuja a cada hora. La Primavera Árabe comenzó en 2011 contra los autócratas que dirigían estas satrapías y está terminando estos días, aunque con un resultado incierto. Ben Alí (Túnez), Mubarak (Egipto) y Gadafi (Libia) fueron derrocados en 2011. Asad salvó el cuello por la ayuda de Vladimir Putin. Hoy Putin ya no coge el teléfono y Asad ha desaparecido.
El general chino Sun Tzu definió en El arte de la guerra la operación militar soñada: «La mejor victoria es vencer sin combatir». En una carrera relámpago de 10 días, la coalición siria ha partido en dos el país en un avance casi sin resistencia, que sitúa la maniobra en una de las más exitosas de la historia militar reciente. La operación recuerda a la ofensiva talibán sobre Kabul en 2019, aunque en aquel caso los radicales tardaron tres meses en hacerse con Afganistán. De Alepo a Hama el HTS tardó tres días. De Hama a Homs, otros dos. Ahora sus vanguardias de motos y pick ups Toyota, como si fuera una excursión de los ángeles del infierno, ha llegado a las afueras de Damasco. Habría que revisar la ofensiva relámpago de la Wehrmatch sobre Francia en 1940 para encontrar un avance similar.
Miles de soldados asadistas van quedando atrás, pactando con estas milicias la entrega de las bases a cambio de su vida y regresan a pie por carreteras vacías. Miles de botas en marcha van dejando nubes de polvo. Es el polvo de la derrota.
Es evidente que esa victoria sólo es posible si en el otro lado el enemigo se desmorona. El teórico militar prusiano Karl von Clausewitz creía que la motivación era una de las claves del triunfo: «Debe cuidarse la moral de victoria de la tropa. Un soldado bien equipado y alimentado se siente superior», escribió. Los soldados asadistas cobraban el equivalente a 22 dólares al mes. Hace dos días, ante la retirada sin lucha de sus tropas, decidió aumentar la paga un 50%. Ya era tarde.
Los asadistas se han dejado por el camino cientos de blindados, helicópteros y aviones de combate, restos oxidados de un ejército que los usó para reprimir a su propio pueblo. Los rebeldes usan enjambres de motos y coches civiles para moverse rápido, superando línea tras línea de defensa. El ataque, desde tres lados diferentes, ha rodeado Damasco: desde el norte, irrumpiendo por Homs, desde el este (Palmira), y desde el sur, donde también se han rebelado los drusos.
Igual que sucedió con la caída de Gadafi, en la que los aviones de la OTAN ayudaron a los rebeldes libios, es evidente que Turquía, el gran ganador de esta partida geopolítica, ha apoyado con su servicio de inteligencia para elegir el momento y el lugar perfectos para asestar el golpe. Erdogan celebró su botín: «Hay una nueva realidad en Siria, tanto política como diplomáticamente. Y Siria pertenece a los sirios, con todos sus elementos étnicos, sectarios y religiosos».
Una de las maniobras clave de este movimiento es la manera en la que Estambul ha logrado envenenar a los espías asadistas con información podrida que afirmaba que Israel, tras pactar el fin del conflicto con Hizbulá y con sus tanques ya de vuelta, iba a realizar una nueva incursión en Siria a través de los Altos del Golán. Bashar Asad envió a sus mejores tropas, algunas de ellas desplegadas en torno a los bastiones rebeldes de Idlib, hacia el sur. El dictador pensó que Netanyahu era capaz de todo y mordió el anzuelo.
Demasiado tarde
En 2016 los rusos ofrecieron un concierto en el anfiteatro de las ruinas de Palmira como demostración de su poder tras expulsar al Estado Islámico. Era la época dorada del grupo Wagner y de Yevgeni Prigozhin, el cocinero de Putin. Hoy, con el Kremlin atascado en Ucrania, Prigozhin purgado y un ejército incapaz ya de movilizar 10.000 soldados para socorrer a su socio en Oriente Próximo, los rebeldes islamistas han regresado sin oposición de Moscú ni el propio Asad. Mientras, los rusos empaquetaban ayer todo lo salvable en el puerto de Tartus. Con este terremoto, Moscú puede perder Latakia, su salida al mar Mediterráneo y base logística de todas las operaciones que mantiene en África. El desastre para el Kremlin es equivalente a la huida de Kabul para la Casa Blanca.
Lo mismo sucede con Irán. Los clérigos de Teherán enviaron columnas de blindados a través de Irak para socorrer a Asad, pero la intervención de bombarderos A10 estadounidenses de ataque a Tierra frenaron esa incursión en pocos minutos. Posteriormente, los kurdos de las milicias YPG tomaron la ciudad de Deir Ezzor, en la carretera hacia Damasco, con lo que taponaron cualquier ruta de ayuda por esa vía.
Los rebeldes sirios han tomado ya todos los puestos fronterizos frente a los Altos del Golán. Líbano ha cerrado toda su frontera temiendo una avalancha de refugiados. El clan Asad ya está fuera de Siria.