Un juez seguirá investigando a Begoña Gómez, como es lógico en un país que aún predica que todos somos iguales ante la ley. Pero hay algo que ni puede ni debe investigar un juez; algo más interesante que el tráfico de influencias, la corrupción en los negocios y la apropiación indebida: las razones psicológicas que condujeron a semejantes conductas. ¿Cómo es posible que alguien que ha coronado la pirámide social no se conforme con disfrutar de las vistas? ¿Por qué decide ponerlo todo en riesgo para saciar una sed de reconocimiento que no colma La Moncloa?
Cualquier lector de novelas realistas, de Balzac a Tolstói pasando por Thackeray, reconocerá el patrón narrativo del caso Begoña. Pareja de arribistas con pocos escrúpulos y obsesiva determinación se venga de las humillaciones sufridas por sus carencias intelectuales conquistando el poder y blandiendo sin recato los atributos asociados a su ejercicio. Este arquetipo aspiracional -el hortera de Galdós- se define por el exhibicionismo: es una hybris tragicómica, una ciega presunción que desencadena el drama hasta la catarsis final. El personaje de lady Gómez ha tutelado el ascenso de su marido, pero una vez arriba siente que la vida no recompensa sus desvelos, que los frutos visibles solo los recoge él. Ella lo animó a que se presentara a las primarias cuando él dudaba; ella sopló en las velas de su vanidad herida por el desprecio del aparato, empeñado en reducirlo a una cara bonita. Se iban a enterar todos esos gafapastas del partido de lo que era capaz el Guapo. Y se enteraron.
Pero a ella no le basta. Porque Moncloa no era la meta sino el trampolín. El matrimonio viaja y recibe, accede a los selectos foros del gran mundo, se codea con las élites empresariales. Y de ese roce nace el autoengaño que nutre a toda voluntad acomplejada: si ellas sí, por qué yo no. La psicología se impone abrumadoramente a la ideología en esta izquierda esnobísima que en la intimidad solo aspiraba a vivir como la derecha. No se contentan con el temor que infunde el poderoso: exigen el reconocimiento que se otorga al sabio. Se apodera de la pareja una aparatosa necesidad de autoafirmación cultural, como si el conocimiento se pudiera urdir igual que un pacto con Bildu. Si él no es doctor, se procura un negro para su tesis; si ella no es licenciada, corre a montar su propia cátedra. No es un caso distinto al de esos nuevos ricos que invierten los réditos de un pelotazo bursátil en arte contemporáneo de efímera cotización.
A la novela le falta el final, aunque en realidad se ha escrito mil veces. Y tampoco esta vez será original.