Después de que a Annie le diagnosticaran un alzheimer galopante, a sus 56 años, que explicaba un excéntrico comportamiento que todos, precipitadamente, habíamos achacado a una vida intensa de diva involuntaria -como la arrebatadora Parthenope de Sorrentino-y a los excesos con el alcohol y el tabaco, decidimos pasar con ella una semana en un hotel balneario de Quiberon. Un bonito pueblo de la Bretaña en el que fácilmente te sientes el protagonista de una película de Rohmer y parte de la burguesa civilización francesa.
Bebimos champán y comimos ostras desde el desayuno a la medianoche, leímos Le Figaro y a Chateaubriand, paseamos por la playa, bajo la lluvia y un fuerte viento, hasta un castillo de Carla Bruni, nos bañamos en aguas termales y jugamos al póker... Mientras ignorábamos el negro porvenir que le aguardaba a Annie: más duro, rápido y miserable que la predicción que habían hecho sus caros y reputados médicos.
Fueron unas vacaciones de invierno felices, las últimas con ella tal como la habíamos conocido, y en las que pretendimos que después de aquel viaje todo iba a seguir más o menos igual; pero desde el momento en el que los tres partimos hacia la Bretaña en tren desde París nos siguió la sombra del dolor y una obsesión: Annie me reclamaba varias veces al día para decirme, angustiada, que tenía que darme algo que para ella era «muy muy importante»
A fuerza de repetirse y de no aclararme nunca a qué se refería, dejé de prestarle mayor importancia. Hasta que de regreso a su apartamento parisino, frente al muelle de Henri IV, lo primero que hizo fue dirigirse a su dormitorio y reaparecer con una vieja caja de zapatos Chanel llena de un centenar de cartas de antiguos novios y amantes: algunos «oficiales» y conocidos por todos, como el productor de los Beatles con el que vivió en la Provenza o el adúltero profesor de arquitectura en Cambridge, mientras que de otros supimos en ese momento de su existencia.
«Guárdalas tú, no quiero que se pierdan», me rogó, nombrándome custodio de una colección de cartas íntimas que narraban una vida, reconociendo además con ese gesto que, pese su aparente frivolidad y comportamiento errático, era consciente de que su fatal destino pasaba inexorablemente por el olvido de sus recuerdos más sagrados.
Annie murió algunos inviernos después, el día de su aniversario, aún elegante y coqueta, y yo todavía sigo guardando aquellas cartas de amor para que dentro de muy poco su nieta Clea las lea y aprenda que la vida que importa, aquella a la que debe aspirar siempre, está hecha de belleza, dolor, misterio y pasión.