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No todos hablan bien de 'Adolescencia'

Escena de la serie Adolescencia, de Netflix.
Escena de la serie Adolescencia, de Netflix.EFE
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La serie es inclemente, estremecedora, arrolladora, desgarradora, implacable y embriagadora. Todo el mundo habla de Adolescencia y, en general, para bien. Los padres castañean los dientes. Cien millones de usuarios han hecho clic en la oferta de Netflix. De modo que, probablemente, Adolescencia doble el número de espectadores.

Adolescencia es una serie de plataforma, o sea, global. Encara situaciones globales. ¿Encara? Muy pocos fruncen el ceño, aunque con razón. Pregunto mucho por Adolescencia. Sólo he leído o escuchado dos críticas rotundas. El resto, celebraciones y alguna duda razonable para huir del laberinto de espejos. El periodista Espada comenzó a sospechar por unas comerciales declaraciones de uno de sus creadores. Thorne enumera los factores cruzados que detonan al adolescente. Espada asume aliquebrado que la audiencia no vea Adolescencia como una «delirante ficción». La homeopatía multifactorial, sazonada con consistentes y manifiestos sesgos de mainstream, proporciona un producto creíble y constituye la conquista de sus guionistas.

«¿Te gustó?», pregunté a la profesora Fernández Peychaux. «No», contestó severa. «Atrapa, pero no concluye». Otros dos colegas piensan que «es brutal». Ella insiste: «¿Y? ¿Qué fueron: las pantallas, el colegio, la indisciplina, la frustración del chico, el machismo, la misoginia, la educación en casa...?». Los creadores se atreven con todo, pero no del todo. Total, que no penetran pero incomodan y pinchan únicamente donde se puede y se lleva: la manosfera [el capítulo tres carga las tintas en la figura del padre]. La posmodernidad no arremete contra sí misma. Los creadores tienen el mérito de sobrecogernos y señalarnos la salida de emergencia.

Adolescencia tiene algunas escenas apoteósicas y rebosantes que exponen el estado de la cuestión: el policía explica en la escuela las trágicas circunstancias de su visita; de repente, una sirena alerta de un simulacro de incendios: la investigación se supedita al protocolo; en otra, los niños abandonan el aula mientras el desautorizado profesor implora: «No hemos terminado de ver el vídeo...». Nuestros marcianos salen a la calle ensimismados con sus pantallas. La incomunicación y sus efectos constituyen el mensaje visible; el presunto subliminal -la denuncia de la subcultura incel- es el penetrante.